María Arteaga Villamil
No lo haré largo, las mujeres y en especial las feministas en México hemos perdido la paciencia. Si se quieren preguntar por qué, sólo recuerden que para el primer trimestre del 2020, se registraron –oficialmente– 549 feminicidios. Es decir, quinientas cuarenta y nueve mujeres asesinadas de forma violenta por razón de género a lo largo del territorio en tan solo unos pocos meses. Por si esto fuera poco, los asesinatos ocurridos raramente son investigados y si lo son, los perpetradores pocas veces son enjuiciados o castigados.
¿Qué pasa cuando la tasa de feminicidios crece?, ¿cuándo no existe investigación alguna?, ¿cuándo los crímenes a menudo quedan sin resolver?, ¿cuándo no existe la repartición de justicia y en la búsqueda de esta también se corre el riesgo de ser violentada y desaparecida? Todo lo anterior aderezado con un sistema de justicia no sólo ineficaz pero además, con una nula perspectiva en materia de género, en un país altamente misógino y con altas tasas de desigualdad. No le busquen más, no hay otra respuesta que no sea la rabia.
La rabia, es definida como “Ira, enojo, enfado grande« Y rabia se tiene porque está claro que para el presidente y para gran parte de la sociedad, las mujeres somos desechables. Rabia da saber que nuestra desechabilidad tiene en muchos casos características distintivas: sexo, clase social, lugar de residencia, etnia y así podemos seguir sumando… Y más rabia da que la denuncia de esta desechabilidad, de nuestra condición continua de subalternidad se tenga que ajustar a las expectativas sociales de lo que se espera de las mujeres. Porque si algo ha quedado claro en los últimos días es que el trauma, el dolor, la pérdida, la desposesión, la injusticia, la violencia o la brutalidad, cuando es experimentada por mujeres, tienen que expresarse de forma correcta, sin que incomode u ofenda. Un grupo de hombres linchando a un ladrón en una combi se torna como un modo socialmente aceptable de demostrar hartazgo, es compartido millones de veces, se crean memes, se hace camaradería, se aplaude. Estos hombres ejemplifican el fastidio social imperante en la sociedad mexicana, ¿cómo se les puede condenar? ¿no habríamos hecho lo mismo? muchos se preguntan, respondiendo al unísono positivamente.
Pero si eres mujer y enfrentas injusticias, tienes que protestarlo con una hoja de color rosa perfumada donde el encabezado diga “querida sociedad: no nos maten o nos violen plis. También somos humanos y bueno, este… ya sabemos que igual es mucho pedir, pero también queremos derechos. XoXo P.D. No todos los hombres ehh.” No podemos olvidar que socialmente existen códigos aceptados para quién puede protestar y la forma en que puede hacerlo. Por ahí del 2016 escribí un artículo llamado “En defensa del uso abierto de nuestra ira”. En dicho artículo argumento como “las mujeres debemos lidiar con las contingencias de nuestras vidas de manera muy reservada” y en el momento en que una mujer decide retar esa pasividad y protestar, pasa a representar un peligro para lo socialmente establecido.
También menciono cómo hasta la fecha, “las mujeres seguimos desprovistas de canales para replicar la cultura patriarcal y cómo incluso para dar forma a las injusticias experimentadas tenemos que hacerlo dentro de los modos y las formas aceptables para la dominación masculina.” Lo correcto si usted es mujer, “es enojarse sin hacerlo abiertamente y muy importante, no querer hacer algo al respecto. La ira y la violencia, son percibido como tabú para las mujeres y su uso, a menudo conlleva la idea de una revancha polarizada de las mujeres contra los hombres y no como un sentimiento válido para expresar nuestra indignación.”
Como mujeres, es “socialmente inaceptable expresar la ira y en sí, manifestar cualquier emoción o actitud que sea percibida como desbordante, en especial si esta actitud no es propia de nuestra ‘naturaleza femenina’. Si decidimos rebelarnos y participar en el escenario social a menudo se nos percibe como excesivas: en el cuerpo, demasiado gordas; en la voz, demasiado ruidosas; demasiado fuertes; en nuestra autonomía […]” La rabia, la ira, el ruido, la protesta, no son algo “femenino” y nos convierten inmediatamente en grotescas, hilarantes, incómodas y ofensivas.
Hay que tener claro que los recursos y oportunidades disponibles para protestar varían dependiendo de qué grupo se hable así como del tiempo y el lugar del que se trate, reflejando cambios en las condiciones políticas bajo las cuales se organizan y resisten distintos sistemas de opresión. Sin embargo, ciertamente podemos estar de acuerdo en que los códigos sociales establecidos para la ira y la protesta, están relacionados con el género, las doctrinas religiosas, el entorno cultural, entre otros. Estos factores determinan canales y comportamientos «apropiados» para la ira de las mujeres y los hombres, además del castigo que se debe dar si no se cumple lo establecido. Los linchadores de la combi: adalides, campeones; las feministas que protestan: locas, gordas, mal cogidas, feas, histéricas…
A lo largo de la la historia, las protestas de las mujeres han sido en gran parte ignoradas, tergiversadas, reprimidas y silenciadas. Históricamente para las mujeres y las poblaciones más marginadas, las oportunidades para expresar desacuerdos colectivamente han estado muy restringidas. Durante mucho tiempo, las mujeres han protestado haciendo uso de estrategias que reflejan el uso creativo de recursos y tácticas vinculadas a los roles tradicionales de género. Los hombres no requieren explicación para justificar su ira o su participación en protestas. Se definen a sí mismos como conquistadores, expansores de la riqueza y el prestigio de sus países, como luchadores por sus derechos como estudiantes y trabajadores, como padres que defienden a sus hogares, en suma como actores legítimos y portadores incuestionables de la fuerza y la violencia.
Mientras que a los hombres en la mayoría de las culturas alrededor del mundo se les ha enseñado a ser agresivos y abiertos en las interacciones sociales, incluida la arena de la protesta, a las mujeres se les ha enseñado lo contrario. Históricamente, cuando los hombres se rebelan, su comportamiento sigue estando dentro de las normas culturales masculinas (fuerza, violencia, audacia, brutalidad…). En contraste, las mujeres en diferentes culturas y edades generalmente han sido socializadas para “no protestar» y, a menudo, a lo largo de la historia han sido castigadas por ignorar los límites de género cuando se han atrevido a aventurarse en esta esfera masculina. La protesta, ha sido construida y monopolizada socialmente por hombres y cuando a las mujeres se nos ocurre entrar a esa arena, no sólo despertamos indignación, sino además somos estigmatizadas y nos volvemos blanco de distintas agresiones.
Durante mucho tiempo hemos observado cómo los hombres que controlan el país -sin importar el partido político- ignoran o se burlan de nuestras demandas o peor aún, las desacreditan como meros reflejos de organizaciones y agendas dominadas por hombres. Nuestras vidas, nuestros problemas, nuestras injusticias siguen siendo invisibilizados por un Estado que hace muy poco para apoyarnos y demasiado para obstruir nuestras protestas. Por ello reitero mi llamado a “enfadarnos, a expresar clara y ruidosamente nuestra irritación y nuestra ira, pero también nuestras emociones y nuestra alegría […] a gritar desde toda nuestra contradicción para alterar la capacidad en que somos vistas pero también las condiciones en las que nosotras mismas nos vemos.”
Nuestra ira, nuestra rabia, nuestras emociones no solo nos alejan de la condición de víctimas pasivas que nos otorgan muchas veces las convenciones socio-patriarcales, sino además nos dan poder para movilizarnos y actuar para controlar nuestras vidas. Nuestras luchas se convierten en un recurso político necesario para concienciar y movilizar a otrxs, porque tal como lo hemos venido repitiendo las feministas desde hace muchos años: lo personal también es político.
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