Miguel Martínez Barradas
Icario de Atenas fue, en la antigua Grecia, un sacerdote de Dioniso, el dios de la ebriedad. De esta deidad, Icario aprendió a elaborar un vino sagrado, pues él era la copa de los dioses, y su ebriedad (sabiduría) era interminable y sagrada. Hecho el vino, lo escanció a cuantos pudo, y en cada uno de sus viajes por el mundo lo acompañaron su hija Erígone y su perra Mera. Icario fue hombre más de campo y menos de ciudad, así que, en una ocasión se encontró con unos pastores que le pidieron un poco de aquel vino sagrado del que todos ya habían escuchado. Icario vivía en una alegría inagotable y no necesitó de súplicas para compartir su fermentado a la primera petición. El sacerdote de Dioniso y los pastores comenzaron a beber, y el primero fue más feliz, pero los segundos, más desdichados, pues no comprendieron el Misterio que revestía al enigmático vino. Tan pronto como se sintieron ebrios, los pastores dedujeron que Icario los había envenenado, y poseídos por una furia inhumana (la otra cara de lo sagrado es lo maldito) lo asesinaron y arrojaron por un peñasco.
Mera, la perra de Icario, no pudo impedir el crimen (los pastores eran numerosos y sostenían las filosas herramientas de su oficio) y tan pronto inició el homicidio de Icario, ella corrió a casa para llamar a Erígone, la hija del escanciador, quien tan pronto miró los ojos pavorosos de la canina, comprendió que su padre había bebido de la copa sagrada por última vez. Erígone y Mera llegaron al sitio del asesinato, el cuerpo de Icario no estaba, y en el suelo el rojo vino que escurría del odre viejo se mezclaba con la sangre del elegido por Dioniso. Erígone, incapaz de encontrar a su padre, subió a un árbol cercano, pero no para buscar desde sus alturas a su padre, sino para ahorcarse y alcanzarlo en el inframundo. Mera, por su parte, no descansó hasta encontrar el cuerpo de su amo, olfateó la sangre y siguió su rastro hasta donde desaparecía, en la orilla del peñasco, del que sin dudarlo se arrojó hacia las filosas rocas que terminaron con su vida y permitieron seguir guiando a Icario, pero ahora en la negra dimensión de los muertos.
La historia de Icario, narrada por Pseudo–Apolodoro, es rica en interpretaciones simbólicas por sus referencias a Dioniso, al vino, a Icario, a los pastores, a Erígone y a Mera y surgen preguntas como ¿por qué Icario, Erígone y Mera eran capaces de beber del vino de Dioniso, pero los pastores no? ¿Por qué los pastores interpretaron la manifestación de lo divino como veneno? ¿Por qué la ebriedad es sagrada y la sobriedad mundana? ¿Qué tan semejantes somos a esos pastores sobrios que vieron al vino como veneno? De todas estas preguntas, nos centraremos sólo en una: ¿por qué Mera, la perra, era capaz de beber vino y los pastores no?
La presencia de los perros en la literatura griega antigua, aunque se da en diversas obras, no es en el mismo sentido que en la historia de Icario, es decir, lejos de beber vino y de ser fieles compañeros como Mera, la mayoría de los perros son salvajes, comen cadáveres humanos, cazan, van a la guerra e incluso resguardan las tierras de sus dueños (incluido el inframundo, como sucede con el perro de tres cabezas llamado Cerbero), pero nunca es posible vislumbrar en ellos la más mínima muestra de amor o de afecto hacia sus dueños. Mera es un caso único del imaginario canino griego por sus dotes humanas y divinas, y si fuera necesario buscarle un semejante, el único que se le podría aproximar sería Argos, el perro de Odiseo, protagonista de “La Odisea”, obra que en su capítulo XVII relata el encuentro entre el héroe y su perro:
«…y un perro que estaba echado levantó la cabeza y las orejas, era Argos, el perro de Odiseo, al que en otro tiempo crió sin disfrutarlo, pues partió a la guerra de Troya. Argos yacía sin cuidados en abundante estiércol de ganado y lleno de piojos. Y en ese momento, al reconocer a su amo, lo saludó con el rabo y bajando las orejas, pero después ya no tuvo fuerzas, pues era viejo, y al reconocerlo, Odiseo se enjugó una lágrima. Un pastor que ahí estaba contó que Argos fue ligero y fuerte, incomparable, pero que ahora era presa de la desgracia. Así diciendo, Odiseo entró a su casa para asesinar a los usurpadores de su reino, y a Argos, mientras tanto, se lo llevaba la negra muerte, pues había visto nuevamente a Odiseo después de veinte años.»
Odiseo había estado fuera de su patria veinte años. Conoció a Argos cuando éste era un cachorro, pero tuvo que dejarlo en Ítaca para ir a combatir en Troya. La guerra duró diez años, y pasaron otros diez antes de que pudiera regresar a su reino. Odiseo volvió veinte años después, pero, puesto que su reino había sido invadido, tuvo que entrar a Ítaca bajo un disfraz de mendigo elaborado por la mismísima diosa de la sabiduría, Atenea, disfraz que engañó a todos los hombres, pero no a Argos, quien lo reconoció al instante. ¿Por qué Argos, que sólo había visto a Odiseo en su vida de cachorro, fue capaz de reconocerlo? ¿Por qué Argos no pudo ser engañado por el disfraz que las manos de la Sabiduría hicieron? ¿Por qué Argos murió tan pronto como su amo regresó a casa?
Indudablemente los casos de Mera y de Argos son excepcionales en la literatura griega. Mera y Argos son ejemplos de fidelidad, pero, también, de sacralidad, la primera por vivir embriagada con el vino de Dioniso, y el segundo por haber vencido al disfraz elaborado por la diosa de la Sabiduría. En ambas historias un tránsito al inframundo ocurre en estos perros. Mera se suicida para alcanzar a su amo en el Hades; y Argos se le adelanta a Odiseo para esperarlo, una vez más, en su próxima casa: la región de los muertos. ¿Cómo estos perros se relacionan con nosotros? La respuesta dependerá de si nos asemejamos a Icario en su embriaguez divina, o a Odiseo en su agobiante retorno a casa. El perro, en estos relatos griegos, es un símbolo de la animalidad que se humaniza, del vicio que se sublima a partir de la Revelación (el vino) o de la experiencia (la espera), y es representación de nuestro pronto descenso a los imperios invisibles.