Por Miguel Ángel Martínez Barradas
Gira nuestro planeta, rota en sí mismo y circunda al mismo tiempo al sol. Gira nuestra luna, rota en sí misma y circunda al mismo tiempo a nuestro planeta. Giran el resto de los cuerpos celestes, lo hacen en sí mismos y alrededor del astro rey. Gira nuestro sistema planetario en su conjunto, gira y avanza por el cosmos sin que nos percatemos de ello. Gira nuestra galaxia, como lo hacen también las otras tantas miles e impensables del espacio conocido e ignorado. Giramos nosotros de la misma manera, en torno al ‘yo’, alrededor de los otros y desconociendo la causa; ¿tampoco los astros lo saben? Giran nuestros pensamientos, son miles, y como la galaxias nunca detienen su carrera. El giro es ritmo, el rito es armonía y la armonía es vida.
El filósofo Pitágoras desarrolló alrededor del siglo V a. C. la teoría de la música de las esferas. Pitágoras dedicó sus esfuerzos a la consolidación de las matemáticas y de la música, pues para él nada podía estar fuera de las leyes de los números. Todo cuanto existe, desde el ínfimo átomo y hasta el magnánimo astro mantiene una relación numérica con su entorno y, como la música es matemáticas, la relación entre los seres y objetos será, por ende, musical. La teoría de la música de las esferas la desarrolló Pitágoras después de haber estudiado en las academias más importantes de su tiempo, estando algunas de éstas fuera de Grecia, por ejemplo, en India y África. Pitágoras, lo que postula con su ‘música de las esferas’ es que el movimiento de los cuerpos celestes produce un sonido armónico, rítmico y tonal que, aunque es inaudible para el ser humano, existe en la naturaleza y es por esta música insonora que la vida se perpetúa. Con esta teoría, Pitágoras propone que la relación entre los astros depende de una infinita danza galáctica.
Pareciera ser que hasta el día de hoy no ha existido ninguna civilización que entre sus incontables prácticas sociales no considere la de la danza. Todos los grandes pueblos de los que tenemos noticia han sentido la necesidad de agitar sus cuerpos acompañados de sonidos, ya sean estos de percusión, de aire, de cuerdas o de cualquier otro tipo. En pocas palabras, no hay ninguna sociedad que no haya bailado nunca y es que cuando el cuerpo convierte en energía y en emoción aquello que por los oídos entra de manera rítmica, es incapaz de mantenerse estático y sin que alguna de sus partes se mueva siguiendo el compás de aquello que escucha. Ya sea la cabeza, un pie, un dedo o el cuerpo entero lo que se mueva, nadie, ni los más apáticos individuos, se salvan de seguir el tiempo de un sonido que resulte agradable al oído por su equilibrada repetición.
Cuando pensamos en baile, pensamos también en música la cual, se suele creer, puede ser lograda únicamente con aquellos instrumentos dedicados a la producción de sonido, sin embargo, la música puede ser hecha prácticamente de cualquier manera, por ejemplo, con las partes del cuerpo, la voz, el pensamiento e incluso con herramientas del ámbito artesanal, como lo atestiguó el poeta místico Rumi una vez que iba caminando por un barrio turco de orfebres allá por el siglo XIII. Rumi tuvo desde niño una sensibilidad considerablemente más desarrollada que otras personas de su tiempo y fue por ésta que hoy en día es considerado uno de los más grandes místicos del sufismo. Rumi era persa, pero el perfeccionamiento de su mística la consiguió con los turcos, como lo atestigua el relato que dice que cierto día Rumi se paseaba por un barrio de artesanos en el que gracias al golpeteo repetitivo y rítmico de los martillos sintió cómo una fuerza bajaba del cielo y lo hacía bailar ante la vista de todos al tiempo que una revelación le era dada. De la sagrada y musical experiencia, Rumi escribió su poema “El giro”; algunos de sus versos dicen así:
«Dentro del agua gira una noria. Una estrella circula con la luna. Mi cabeza aquí, en mis manos, con algo que le da vueltas por dentro. No tengo nombre para eso que rota con tal perfección. Un giro secreto en nosotros hace que el universo gire. La cabeza es inconsciente de los pies, y los pies de la cabeza. Ninguno se preocupa. Siguen girando. Muévete interiormente, pero no te muevas como te hace mover el miedo. Gira como giran la tierra y la luna, alrededor de aquello que aman. Todo lo que se mueve en círculos proviene del centro. No hay mejor amor que el amor sin objeto. He vivido al borde de la locura, queriendo conocer razones. Llamo a una puerta. Se abre. ¡He llamado desde dentro! Baila, cuando te rompan para abrirte. Baila, si te has arrancado la venda. Baila en medio del combate. Baila en tu sangre. Baila, cuando seas perfectamente libre.»
Cuando nosotros escuchamos la palabra ‘meditación’ generalmente pensamos en una persona sentada e inmóvil luchando contra sus pensamientos a fin de acallar el ruido mental, sin embargo,el poema sobre el giro escrito por Rumi permitió entre los sufíes el desarrollo de una forma de meditación diferente la cual, lejos de buscar la inmovilidad, proponía al baile como su centro, es decir, los sufíes seguidores de Rumi no meditan sentados e inmóviles, sino de pie, bailando y en un estado de frenesí o de locura que ellos conciben como la salud verdadera. A este grupo de danzantes meditativos se les conoce como derviches y entre sus particularidades está el hecho de que son capaces de girar y girar durante horas, sin marearse, sin desmayarse y seguros de que su movimientos rotatorio les permite hacerse uno mismo con el planeta, con el sol y con el cosmos. Los derviches son astros humanos recreando el gran drama cósmico del que somos parte.
La teoría de la música de las esferas propuesta por Pitágoras es, indudablemente, el antecedente de la meditación derviche desarrollada por Rumi. Para el filósofo griego y el místico turco el movimiento es la manifestación de una voluntad sagrada imposible de comprender, pero, aún así, perceptible por nuestros limitados sentidos. Los astros de Pitágoras giran y giran, danzan entre ellos y producen una música inaudible para los sordos, sin embargo, los derviches son capaces de escuchar aquella nota mística que los reintegra a su origen cósmico, ellos y el planeta son uno mismo, no hay distinción entre hombre y astro y es el giro el lenguaje secreto de la revelación. Un apunte más, la palabra ‘derviche’ significa ‘entrada’, ¿qué esperamos entonces nosotros para levantarnos y, como nuestro planeta danzante, girar hacia la puerta de la revelación que nos exigirá bailar hasta rompernos?
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