Por María Arteaga
Día 620 desde la declaración oficial de la pandemia, al menos hasta el momento de terminar de escribir este texto. Los indicadores políticos y económicos por sí solos no parecen capaces de captar los efectos de las múltiples crisis sucesivas experimentadas por las mujeres en medio de este caos global. Después de meses de colapso económico a cámara lenta, socialmente se sienten los estragos endémicos que contrastan con las ilusiones de progreso y la prosperidad tan propagadas por el gobierno nacional.
En las arengas del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, diversas dependencias gubernamentales sostendrán incontables foros sobre como “prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres” y veremos hasta el hartazgo el dichoso color naranja. Aunque gubernamentalmente existe cierta preocupación por los delitos contra las mujeres a estas alturas es visible que las respuestas del gobierno no son lo que debieran y que ni ellos tienen claro cómo abordar y poner fin a este problema.
Desde hace tiempo, la violencia contra las mujeres es uno de los más grandes problemas del país, solo por poner un ejemplo, el número de mujeres mexicanas que fueron víctimas de feminicidio ha crecido continuamente de 411 casos registrados en 2015 a 939 en 2020. Ya no hablemos del incremento del número de violaciones, agresiones verbales, físicas o psicológicas o secuestros, porque la pandemia no ha hecho más que empeorar la situación.
¿Cuál es la respuesta ante el clamor de justicia ante estas violencias? Desde las desatinadas declaraciones del presidente adjudicando el aumento de la violencia a la “decadencia del neoliberalismo”, la “descomposición de los valores familiares”, hasta los medios de comunicación idealizando/sensacionalizando los casos de feminicidio y violencia doméstica contra las mujeres, en el país existe un escenario de displicencia ante los delitos de género. Son estas muestras de desprecio generalizado por nuestras preocupaciones, uno de los motivos por los cuales las mujeres marchan, toman las calles y plantan cara a la sociedad, que en lugar de reconocer la insatisfacción que surge ante las nulas o mínimas respuestas de diversas administraciones, centra el debate en las formas de protestar. No sólo hay que soportar el atroz escenario de violencia contra las mujeres, pero si hemos de expresar públicamente lo jodidamente mal que están las cosas, debemos hacerlo “correctamente”.
No es la primera vez que señalo esta problemática. Ya en un texto pasado en este mismo medio escribí cómo las mujeres estamos desprovistas socialmente de canales por los cuales mostrar nuestro enfado y que para expresar públicamente los agravios que pasamos, habremos de hacerlo dentro de lo políticamente correcto, sin incomodar u ofender. Para las mujeres, el manifestar públicamente nuestro enfado –no importa el agravio que hayamos sufrido– se sigue percibiendo como un tabú; es así que cualquier manifestación abierta de enojo, a menudo lleva a pensar que se trata de una revancha polarizada, de un sentimiento irracional y no como una respuesta válida para expresar nuestra indignación.
Los estereotipos de género–sumados a otros códigos culturales– juegan un papel importante en cómo se percibe esta indignación; pues estos códigos permiten y legitiman la indignación pública de los personajes masculinos, pero rechazan la indignación de las mujeres (y otros colectivos marginalizados) colocándonos como histéricas, irracionales, poco confiables, entre otras actitudes descalificatorias. Para las mujeres, prosperar dentro de la economía de visibilidad es sumamente complicado, especialmente a la hora de hacer público nuestro enfado. Mientras que la ira masculina se institucionaliza, empodera y arma, no sucede lo mismo con la ira de las mujeres, la cuál no tiene lugar en las discusiones de la vida pública y/o política. Las desatinadas declaraciones del presidente ante las múltiples manifestaciones feministas a lo largo de su administración son la muestra clara de las ansiedades del estado cuando las mujeres se organizan para el cambio social a través del uso de su rabia.
Lo anterior no es de extrañarse, tomando en cuenta que, en la mayoría de las tradiciones filosóficas occidentales, la ira se suele interpretar como fundamentalmente antitética a la justicia. Sin embargo, feministas negras como bell hooks o Audre Lorde han sostenido que el llamado a la supresión de la ira es parte de una táctica de subyugación. Los intentos de rechazar o sofocar la ira, particularmente basados en nociones de respeto y de aquello que se considera apropiado, sirven para defender estructuras y relaciones opresivas. En contra de la noción de la ira como contraproducente, los feminismos negros han señalado cómo la ira, además de ser una fuente de energía, también puede ser esclarecedora. Amia Srinivasan enfatiza sobre la importancia del papel de la ira a la hora de aclarar la naturaleza y la causa de la injusticia señalando cómo esta puede ser “un medio por el cual las mujeres pueden llegar a desenredar su opresión”.
En los últimos años, los colectivos feministas mexicanos han estado a la vanguardia de un activismo insurgente, constituyendo gran parte de las bases y líderes más visibles en contra de la deplorable respuesta de las autoridades ante los delitos contra las mujeres. Su movilización no sólo ilustra el potencial transformador de la ira sino como está puede abrir caminos hacia la libertad y la reparación. Es sólo reconociendo nuestra rabia como aspecto legítimo de nuestra emancipación qué podemos esperar un cambio transformador genuino.
Si bien es cierto que la rabia está llena de posibilidades feministas, también implica riesgos, los cuales no son compartidos por igual. Enojarse –públicamente– es una empresa arriesgada, y no es igual para todes, especialmente para aquelles que ya están estereotipados como violentos, estridentes o diferentes. Aquelles cuya ira es más probable que les descalifique ipso facto dentro de la esfera pública «civilizada», como podrían ser son las mujeres indígenas, afrodescendientes, colectivos lgtb+, inmigrantes, entre otros. Estos grupos se ven obligados con demasiada frecuencia a elegir entre expresar públicamente su rabia justificada y modularla o reprimirla para satisfacer las normas de lo que es aceptable en la esfera pública.
Diversas autoridades, élites locales y algunos medios de comunicación apuntan y descalifican las expresiones de la rabia feminista con la esperanza de apelar a la política de respetabilidad y las normas en torno al decoro y a lo respetable. No se supone que es correcto que una(s) ande(n) tomando edificios, grafiteando las calles, tomando monumentos; cuando debería(n) estar en casa, tranquila(s) ayudando a reproducir la nación. Es por eso que el discurso se plaga de apelaciones para que seamos deferentes con la autoridad, para que recordemos “nuestro lugar”, porque solo así se puede vivir dentro de las formas apropiadas de respetabilidad.
Y es mandando al diablo las formas de respetabilidad y expresando abiertamente su rabia colectiva que las feministas mexicanas han encontrado una manera de cimbrar la arena pública a través de la articulación de esa ira compartida. El movimiento feminista, con todas sus imperfecciones, ha hecho uso de su rabia para crear redes de solidaridad basadas en un rechazo del orden actual pero sobre todo en un entendimiento compartido de que está la situación social actual no debe ni puede continuar.
Nuestra rabia es lo que nos ha dado la –triste– iluminación que necesitamos para permitir que se lleve a cabo cualquier trabajo político significativo. Si, el escenario social está peor de lo que pensamos–e implica una tarea de desarme monumental; pero en lugar de que esto nos inmovilice, no hagamos de nuestra rabia algo individual, usemos la rabia cómo esperanza común para reconocer la necesidad de cuidado, de apoyo mutuo, de la fuerte necesidad de hacer colectividad.
Rechacemos argumentos que insisten en que las mujeres debemos ser calladas y/o racionales para ser creíbles. Entiendo que es perfectamente comprensible negarse a expresar rabia por las injusticias sistémicas debido a la forma en que la ira de las mujeres se ha interpretado a lo largo de la historia. No obstante, las últimas manifestaciones feministas han mostrado el poder sin precedentes de la rabia de las mujeres, esa rabia que busca derribar las puertas del derecho masculino; de la fuerte misoginia imperante en cada uno de los puntos de nuestra sociedad. Espero no equivocarme y que esta rabia continue. Porque si algo ha sido claro hasta ahora es que incluso si las mujeres hiciéramos todo “bien”, siguiendo perfectamente las reglas del juego, aún así perderíamos, porque las reglas están fundamentalmente manipuladas en nuestra contra.
Referencias
Arteaga, M. (28/09/2020) “Mexicanas al Grito de Guerra”, El Heraldo de Puebla. Disponible en: https://heraldodepuebla.com/2020/09/28/mexicanas-al-grito-de-guerra/?fbclid=IwAR0guYA8R7pFiideLMr4TE53Qks8tBA7u8Gnflcq07uLjHaUd8s5bCkae0g
Banet-Weiser, Sarah (2018) Empowered: Popular Feminism and Popular Misogyny. Durham:
Duke University Press.
Nussbaum, M. C. (2018). La ira y el perdón: resentimiento, generosidad, justicia. Fondo de Cultura Económica.
Policy Brief: The Impact of COVID-19 on Women (09/04/2020). United Nations. Disponible en: https://reliefweb.int/sites/reliefweb.int/files/resources/policy-brief-the-impact-of-covid-19-on-women-en.pdf
Srinivasan, Amia (2016) “Would politics be better off without anger?”, The Nation. Disponible en:
https://www.thenation.com/article/a-righteous-fury/
Statista. “Number of femicide victims in Mexico from 2015 to 2020”. Disponible en: https://www.statista.com/statistics/827142/number-femicide-victims-mexico/