Recientemente en una sesión en línea una persona, que rehúsa definirse de acuerdo con categorías sexo-genéricas y lamentaba no hubiese las fenotípico-racializadas adecuadas para hacerlo, preguntó cuál(es) minoría(s) son las más importantes. Debe acotarse que el intercambio se dio en un ambiente escolar-académico, dentro del cual se pondera tanto el auge de la política identitaria como la irrestricta importación de debates y discusiones al respecto desde los Estados Unidos, las posibilidades para separar analíticamente su pertinencia política y vigencia cultural, así como relevancia en los contextos mexicano y latinoamericano. A primera vista la respuesta parecería cínicamente fácil: las que logren más éxito en el chantaje político-presupuestal. Sin embargo, y por eso lo retomo, plantea un desafío respecto a la confianza con que se usan términos como el barbarismo “visibilización” en competencia dentro de la política de reconocimiento y sus usos. Finalmente, qué hacer con las minorías impopulares que el mismo discurso ha proscrito. La discusión no es de mero carácter academicista, sino que es el horizonte de acción de a quiénes podemos suponer son mayoría, pero rehúsan reconocerse como tales.
Ciertamente toda respuesta empírica será contextual e histórica. Así, en los Estados Unidos de Norteamérica—origen de la política identitaria en conflación con los movimientos de los derechos civiles y la protesta desde la superioridad moral—se puede identificar claramente a las minorías que son dominantes y emergentes en la esfera pública con el perseguido respaldo gubernamental y corporativo. Muy a las claras, los afroamericanos tienen la posición de dominio como minoría histórica cuyo sufrimiento social los separó de la mayoría y que pelean por mantener ese estatus. Recientemente dentro de ellos y bajo el amparo del neologismo “interseccionalidad” las mujeres afroamericanas han gozado del mayor reconocimiento al grado de ser necesaria la presencia de alguna de ellas (con capacidades probadas) para validar toda iniciativa gubernamental o corporativa. En términos emergentes, las “comunidades trans” ocupan un lugar de interlocución que, si bien no ha logrado establecer consensos respecto a la legitimidad de sus demandas está encaminada a lograrlo. Cada una de ellas y las subdiferenciaciones al interior de cada una merecen de toda la atención y respeto, pero no es éste el espacio para su análisis. Sí que trasladarlas a distintos países de América Latina supone un trabajo de “traducción” no sólo lingüística y culturalmente sino sociohistórico y político.
Sobre los primeros no hay duda de su auge y posibilidad en Brasil y Cuba, dado lo tardío del fin de la esclavitud en ambos lados y lo contradictorio de sus políticas de integración. Ecuador, Panamá, Colombia, y Honduras, entre otros, ofrecen ejemplos en que, pese a las dificultades, también es posible hacerse de esa categoría racial tomadas de la historia estadounidense. No así en países donde el fenotipo asociado a la “negritud” o “lo afro” carece de consenso sobre su valor sociohistórico para usarse en el presente. En Perú, México y Argentina, prolifera el uso de eufemismos para codificar el racismo de una manera ambigua. Por un lado, establecen diferencias, por el otro las relativizan al domesticar su radicalismo De manera involuntaria pero el “poder marrón” o “poder prieto” en los dos primeros subraya la artificialidad de la importación. No es que no exista un andamiaje racista en su historia, lengua y cultura, sí que no se dieron procesos de segregación como en el modelo importado. Dadas las enormes diferencias en el discurso psiquiátrico, la posibilidad y acceso a tratamientos hormonales, cirugía plástica y en sí la aceptación social, la correspondencia entre expresión de género y sexualidad elegida complica mucho más las iniciativas trans.
Repito que no se está discutiendo la legitimidad ni que las experiencias de las personas y accionar de colectivos sean reales. Sí, las condiciones de posibilidad para el éxito de cada grupo. Esto nos lleva a cuestionar por qué han de competir las minorías por reconocimiento. Aquí es de suma importancia el papel de la educación superior pues será en sus instituciones dónde se de buena parte de la guerra cultural al respecto. Por un lado, se asume que la universidad (institutos, tecnológicos y escuelas incluidas) es el “Príncipe Moderno” gramsciano dónde no un individuo sino ser y voluntad colectiva dirige al bloque histórico hacia una mejoría constante de las condiciones materiales y espirituales de la totalidad social cognoscible. Sobre ese supuesto las contrataciones de profesorado, administración, y trabajadores manuales, así como el ingreso del estudiantado debe reconocer la diversidad de la sociedad y por ende visibilizarles. Por el otro, y dada la estructura del financiamiento educativo en los Estados Unidos a instituciones públicas y privadas en su innegable jerarquización, es que son limitados. Así, se dará una feroz competencia por qué grupos logren saldar las deudas históricas o la apuesta para el futuro en números supuestamente proporcionales al sufrimiento social e imagen proyectada. Debe decirse acá, que en este momento la pulcritud estadística pasa a segundo plano y todo es contencioso. Se da pues píe al perverso incentivo de la competencia cosificando y mercancianizando el sufrimiento social. Y para ello—necesariamente—las minorías deben ser aceptables dentro de la moral burguesa. No de manera confesional o tradicional exclusivamente, pero su integración dentro de esos valores y ethos es un sine qua non. Baste pensar con la minoría o serie de minorías más perseguida(s) de toda(s): los pederastas. Imaginados con un género y edad para armar con ellos un “hombre de paja” atroz, pero nos muestran que no todas han de entrar al banquete de la civilización post-racial, post-genérica y post-clasista.
Ahora bien, ante el reconocimiento del auge del discurso minoritario, queda por reconocer no sólo las posibilidades de éxito en el simulacro político de aquellas a las que podamos acogernos (individual y colectivamente), sino si acaso perdemos algo al rechazar las posibilidades que como mayorías podemos aún encontrar. Minorías y mayorías no son necesariamente excluyentes, pues cualquier individuo es simultáneamente ambas como la misma interseccionalidad de afrodescendiente y mujer establece. Se es parte de un grupo históricamente marginalizado e “invisibilizado” pero nada impide la movilización de subcultura y ciudadanía. Es imposible frenar la importación ideológica, no así su educada ponderación.