¿Qué, de lo que hay en esta vida, tenemos por seguro? Únicamente, que moriremos. Desde que nacemos, como si de un libro profético se tratara, el cúmulo de nuestras células lleva escrito el día en que habremos de partir. Que del polvo venimos, que polvo somos y que al polvo habremos de volver lo hemos escuchado siempre, pero no lo hemos comprendido y por eso cada día nos empeñamos en realizar actos inútiles y en conseguir materialidades que nada significan y que tampoco llevaremos durante nuestra expiación. Nuestra única certeza, aunque no la vemos, es la que nos sigue, sin descanso y aún por la noche, como una sombra.
Solemos dividir nuestro tiempo en días, pues así resulta más fácil contar nuestros pasos, recordar lo que hemos hecho y lo que esperamos realizar, más desde el nacimiento y hasta la muerte nuestra vida no es más que un extenso día, un instante sin tiempo en el que todo es al mismo tiempo y en el mismo lugar. Es debido a este día casi interminable que llamamos ‘vida’ que a veces la realidad y los sueños se confunden y para corroborarlo basta con recordar lo que hicimos en días pasados y compararlo con lo que soñamos, también en días pasados, para darnos cuenta que el recuerdo de lo que hicimos y de lo que soñamos es de la misma naturaleza y esto es así porque todo recuerdo, así como también nuestras vidas, no son más que un sueño.
Es debido a la intensidad de lo que nuestros sentidos captan que estamos convencidos de que la realidad, valga la redundancia, es real. Estamos seguros de que los deberes autoimpuestos del día a día (el trabajo, la escuela, las personas, etc.) no solamente son reales, sino que, además, necesarios, obligatorios, impostergables, pero no es así, pues ningún espejismo, por más vivo que parezca, es indispensable. Nuestra mente nos engaña, pero al mismo tiempo se engaña a sí misma, confiamos en ella porque es depósito de la racionalidad, mas ésta es falible. La realidad no es esto que ahora mismo percibimos, sino una región impenetrable, al menos mientras nuestra sangre fluye por las venas, y nosotros no somos nuestra mente, sino una parte escindida de ésta y por ello podemos atestiguar el engaño en que nos hace resbalar.
Que esta realidad en que estamos no es real, sino una fantasía, ha sido dicho de diversas maneras. Tenemos la ya citada frase del retorno al polvo, así como otras, también de corte bíblico, que refuerzan la misma idea. Por ejemplo, en Eclesiastés 1;14, leemos: «He visto todas las obras que se han hecho bajo el sol, y he observado que todo es vanidad y correr tras el viento». La idea de irrealidad la encontramos en el «correr tras el viento», que es lo mismo que decir que en esta vida perseguimos cosas que no existen, es decir, vanidades, palabra que en su raíz significa “vacío”. Lo vano es lo vacío. La vida es un perseguir de formas vacías, o, para que se entienda mejor, de fantasmas. El Antiguo Testamento insiste en la irrealidad de la realidad también en su libro de Salmos, en el número 90:5, leemos: «Nuestra vida es como un sueño del que nos despiertas al amanecer.» Este pasaje resulta más abrumador que el del Eclesiastés, debido a que nos presenta una idea más compleja de entender: que la vida, ésta que damos por cierta, no es más que un sueño. ¿Entonces, si la vida es un sueño, qué son esos sueños que atestiguamos mientras dormimos por las noches? ¿Son la sombra de otra sombra? ¿Es que, acaso, nosotros que vivimos dormidos, nos entregamos a otro dormir por las noches?
No podemos corroborarlo, pero parece que los poetas no se equivocan cuando afirman, igual que los textos bíblicos, que la vida no es más que un sueño. Vivir es lo mismo que estar dormido y por eso nuestros anhelos se empecinan en conquistar lo que es vano. En la literatura, la referencia más conocida de este tema es la obra La vida es sueño, escrita por Pedro Calderón de la Barca en el siglo XVII, leamos unos versos: «Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. ¿Qué es la vida? Un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción, la vida es sueño, y los sueños, sueños son.»
Un siglo después, pero en inglés, el poeta John Keats diría lo mismo: «¿Puede la muerte dormir cuando la vida no es más que un sueño y las escenas de dicha pasan como un fantasma? Los efímeros placeres se asemejan a visiones y aún creemos que el dolor más grande es morir. Cuán extraño es que el hombre no se atreva a contemplar su destino funesto, que no es sino despertar.» Tanto Calderón como Keats coinciden en que la vida, la realidad transitoria en que estamos, no sólo es ilusoria, sino, además, un sueño, en tanto que todo es efímero y vano, sin embargo, Keats marca una diferencia y ésta es la de que la muerte, más que ser un final, es el verdadero despertar, esto recuerda a lo que leíamos en el “Salmo 90” cuando mencionaba que despertamos al amanecer, entendiendo por “amanecer”, precisamente la idea de morir. La idea de despertar está forzosamente ligada al acto de morir. Otro poeta, Gustavo Adolfo Bécquer, nos lo repite: «Al brillar un relámpago nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos; ¡tan corto es el vivir! La Gloria y el Amor tras que corremos, sombras de un sueño son que perseguimos; ¡despertar es morir!»
Dormir no es lo que hacemos por las noches cuando en la cama cerramos los ojos y por segunda vez soñamos, sino transitar por esta realidad sin ser conscientes de cada uno de nuestros actos y pensamientos. Dormir es lo que la mayoría hace diariamente cuando se entrega a la vida laboral, a los problemas económicos, a los placeres efímeros y, en fin, a toda vanidad humana. La vida no es más que un sueño, pero aún así cuánto dolor nos produce debido a que no sabemos distinguir al espejismo de lo que es real y así nos confiamos a fantasmas que no hacen más que torturarnos. La muerte es redención, término del sueño e inicio del despertar. Los sentidos nos mienten y la mente se engaña a sí misma, a tal punto que no acepta que despertar es morir.
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