Yo creo que muchas son las ocasiones en que nos preguntamos, qué hubiera sido de nosotros de tener otro nombre.
Nos hubiera gustado llamarnos como otra persona, un personaje importante en la historia quizá. O tal vez no. Para algunos, el nombre que han recibido ha sido motivo de orgullo y de volver a nacer, les gustaría llamarse igual.
Algunas personas, hasta pueden decir que las letras de su nombre pueden traer mala suerte, o ser una energía negativa para su vida y proyectos. Y hay quienes, en su necesidad de sentir más seguridad y confianza interna, siguen al pie de la letra lo que se les aconseja. Y es posible que hasta inviertan una buena cantidad de dinero y tiempo para cambiar su nombre por esta razón.
Hay quienes, por otro lado, lo hacen porque su nombre ha sido motivo de burlas, de conflictos respecto a su pronunciación, o lo que para ellos, puede representar llamarse así. No quieren alguna relación con el padre, o sus ancestros que solo con pronunciar su nombre, les recuerdan dolor, expectativas imposibles de alcanzar, resentimiento o vergüenza.
Los motivos pueden variar, pues cada persona tiene una historia y una postura de vida diferente de otra. Y pueden querer cambiar su nombre o apellido por diversos motivos.
Lo cierto es, que hacerlo, representará cambiar años de vida, costumbres, hábitos, y generará confusión para quienes le conocen, un gran desgaste emocional, físico y económico.
El nombre que tenemos, nos lo han puesto por distintas causas. Y así nos hemos identificado a lo largo de nuestra vida. Así hemos sido vistos, amados u odiados, identificados, olvidados o recordados. Pues es gracias al “otro” que nos damos cuenta de nuestra existencia.
Sin embargo, hay ciertas creencias respecto a los nombres. Es decir, los relacionamos con alguien poco valioso, feo, tonto, señalado para mal por la historia misma. Y entonces, si nuestro nombre se le parece o termina siendo el mismo que aquella real o imaginaria persona poco grata, de inmediato asumimos que también nosotros tendremos esa misma suerte, esa misma historia y ese mismo final.
Ni que decir de los apellidos, que representan nuestra estirpe, nuestro linaje, aquel que nos debiera hacer sentir orgullosos y que nos asegura que, sin haber movido un solo dedo, ya tenemos pase directo a la admiración de todos.
No es extraño que esto suceda, pues de alguna manera necesitamos saber que pertenecemos a la mandada, que somos parte del grupo, que nos respalda, nos apoya, y nos fortalece.
Pero olvidamos, que nosotros debemos hacer nuestro trabajo para enaltecer, si es eso lo que buscamos, a nuestra familia, ancestros y descendientes por igual. Y es que por el hecho mismo de pertenecer, nos vemos obligados a respetar sus costumbres, ideas, y demás secretos que transmitiremos a las nuevas generaciones.
Y, ¿qué pasa, cuando el nombre choca con la historia? Un abuelo amado y respetado, pero con un nombre que no es muy agradable, según nuestras actuales ideas, y que aun cuando la intención de nuestros padres sea el honrarlo y darnos un regalo llamándonos como él, solo generan problemas en nuestra vida social o escolar, y marcan desde que nacemos nuestro destino.
Nuestro nombre ha sido pensado, para que podamos identificarnos y seguramente distinguirnos como únicos entre los demás. Pero la idea de nuestros padres y las nuestras, no siempre son las mismas.
Cierto es que mucho antes de que un niño sea concebido, ya existen muchas expectativas sobre él. Y su nombre no será la excepción. Hasta hará desacuerdos, por no decir conflictos alrededor del tema.
Si el nombre te recuerda a una exnovia, a un exnovio, al jefe, al abuelo, al tío, o tal vez a algún familiar que haya muerto antes de nuestro nacimiento, siempre será tema de discusión. Y habrá tal vez un estigma sobre nosotros sin haber hecho nada todavía de nuestra vida.
Y aunque todas estas ideas y expectativas que se generan respecto a nosotros influyan en nuestro destino, jamás serán lo que determine nuestra personalidad.
No podemos evitar algo que se gesta antes de nuestra existencia, pues nuestros padres son los responsables de nuestro cuidado y son ellos quienes tomen decisiones antes de que alcancemos una pizca de conciencia en la muy anhelada mayoría de edad. Alguien debe tomarlas, alguien debe cuidarnos y enseñarnos un camino a seguir.
Pero siempre seremos nosotros a través de nuestros años de vida, quienes sigamos madurando, creciendo, tomando decisiones y transformemos y dignifiquemos nuestro propio nombre o nuestro apellido.
Pues el hecho de cambiarlo, creyendo que nuestra suerte cambiará para bien, tal vez sea solo una fantasía que no resuelva lo que nos toca a nosotros mismos resolver en el día a día.
Y así como hemos aprendido que podemos ser objetos de burla y estar de repente en el ojo del huracán debido a nuestro gracioso nombre, también nos dará la certeza de que, de la misma forma podamos atraer la atención hacia nuestros logros y darle una vuelta de 180 grados al significado de aquella palabra que nos hace únicos.
Entonces, Juana, Prócoro, Agapito, Anacleto, Clodomira, Gumersindo, Petronila, son solo palabras en espera de un grandioso y único significado, para hacer única e importante nuestra historia.
Cualquier nombre, es el nombre indicado para cada uno de nosotros. Porque nosotros imprimimos su toque, porque nunca el nombre determinará nuestro destino.
Aunque claro… ¡siempre quedan los apodos!
Y RECUERDEN, TODO SALDRÁ BIEN AL FINAL, Y SI LAS COSAS NO ESTÁN BIEN, ENTONCES, TODAVÍA NO ES EL FINAL.