Poco o nada nos satisface. Tan pronto tenemos dinero, lo gastamos y en el momento en el que percibimos su ausencia, lo deseamos nuevamente. Quien está solo, desea o envidia la compañía del otro y quien la tiene, se sabotea a fin de entregarse a la ausencia. El que trabaja se queja porque no descansa y el que en su casa se relaja, hace saber al mundo de su aburrimiento. El ser humano es imposible de satisfacer, pues tan pronto como triunfa sobre su deseo una nueva ambición reluce frente a sus ojos. Consumir una y otra vez, tener una y otra vez y cuando no consigue lo que añora, el individuo patalea, berrea y se victimiza acusando al mundo de injusto, pues la realidad, suponen los hombres y mujeres de hoy, debe de ajustarse a su capricho.
En general, todo organismo tiende a adaptarse al mundo a fin de garantizar su supervivencia, mas en lo particular, nuestra especie no se adapta al mundo, sino que obliga al mundo a adaptarse a ella misma; en el pasado, la regla era que el individuo estaba hecho a imagen y semejanza de la divinidad, pero hoy la nueva ley dicta que el mundo tiene la obligación de estar hecho a nuestra imagen y semejanza. Intento vano y egoísta, sin duda, pues el mundo estaba aquí antes de que llegáramos y seguirá también aquí cuando muramos.
El ser humano ha modificado el mundo principalmente a través de dos vías: la religión, primero, y la ciencia, después. Religiones hay tantas como ciencias, no son sistemas unificados, aunque eso es lo que pretenden y si bien han habido momentos en los que religión y ciencia han avanzado por separado, también es sabido que han tenido sus puntos de encuentro, principalmente a través de dos manifestaciones del pensar humano: el arte y la magia, en cuyos centros convergen lo sacro y lo profano, lo inconmensurable y lo verificable.
Fueron los cabalistas y alquimistas, durante siglos, los representantes de un sistema unificado de religión y ciencia, sin embargo, antes que ellos hubo una figura, un oficio, una manera de ser en el mundo que reunió ambas condiciones (religiosa y científica) y las hizo una misma, se trata del mago. La palabra ‘mago’, en su raíz más profunda, significa ‘tener poder’, ¿poder para qué?, precisamente para modificar la realidad a voluntad del mago, el cual, en su origen, era un sacerdote de la religión mazdeísta que por sus profundos conocimientos astronómicos, era concebido por algunos como un embaucador o como un ser que tenía pacto con entidades metafísicas malignas. Sin embargo, el mago, es decir, el sacerdote mazdeísta, lejos de poseer poderes sobrenaturales, estaba dotado de una instrucción científica destacada que ante los ojos de los ignorantes parecía un acto nacido de un trato con alguna entidad perniciosa.
La herramienta principal del mago (tanto en el sentido original del vocablo como en el que nosotros le damos, es decir, el de un individuo instruido en los conocimientos herméticos) es la palabra, la imaginación. El mago es capaz de modificar la realidad, el mundo, con tan sólo pensarlo, primero, y decirlo, después. En este sentido, el mago es un artífice de la imaginación y de la palabra, de ahí que hayan casos en los que es viable tratar como semejantes a los magos y a los poetas, pues ambos, al ser maestros en el arte de imaginar, crean con tan sólo decir algo; el mago, primero imagina, luego transforma esa imagen mental en sonido (palabra), y por último consigue que este sonido cambie nuevamente de forma al materializarse. Imaginación, sonido y materia, son las facultades de magos y de poetas.
Un ejemplo más o menos reciente de un mago–poeta lo tenemos en la persona de William Butler Yeats, escritor irlandés que en el año de 1923 consiguió el Premio Nobel de Literatura. Yeats es un poeta que desde su infancia se mostró interesado en los temas místicos, interés que ya en la edad adulta lo llevaría a buscar su ingreso en la Orden Hermética de la Aurora Dorada (‘The Golden Dawn’), la cual estaba formada por individuos que se habían iniciado en los misterios de la masonería y del rosacrucismo. Yeats participó en la Orden al lado de figuras como Bram Stoker, Arthur White, Pamela Colman Smith y Aleister Crowley, quienes influyeron en su manera de hacer literatura y teatro, pero que, además, lo formaron como un poeta–mago, lo cual quedó manifestado tanto en sus versos como en su obra “Una visión”; leamos su credo:
«Creo en la práctica y en la filosofía de lo que hemos acordado denominar magia, en lo que debo denominar evocación de espíritus, aunque no sepa qué son, en el poder de crear ilusiones mágicas, en las visiones de aquella verdad que reside en las profundidades de la mente cuando los ojos están cerrados; y creo en tres doctrinas que han pasado de generación en generación: La primera, que los límites de la mente nunca dejan de cambiar. La segunda, que los límites de nuestra memoria son igual de cambiantes. La tercera, que esa gran mente y esa gran memoria pueden ser evocadas a través de símbolos.»
El potencial del mago–poeta para modificar su realidad, así como la insatisfacción humana ante el mundo están en poemas como ‘El globo de la mente’ y ‘La rueda’; leamos: «Manos, haced lo que se os dice: traed el globo de la mente que se hincha y se arrastra en el viento hasta su angosto cobertizo.» Y: «En invierno queremos primavera y en primavera ansiamos el estío, y cuando el seto espeso se hace canto decimos que el invierno es lo mejor. Nada nos parece bueno e ignoramos que lo que al alma agita es sólo su deseo de la tumba.» Los poemas anteriores y el credo conservan la misma idea: la necesidad de cambiar el mundo a voluntad. Podríamos suponer que el individuo de hoy desea hacer a la realidad a su imagen y semejanza para habitar en un espacio más armónico, sin embargo, lo que se esconde detrás de esta ansia de cambio es una insatisfacción derivada de una falta de sentido de vida, y esto es porque pocos triunfan cual magos sobre sus mentes y los más fracasan ante el deseo de la tumba.
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