La fuente de la sabiduría occidental se halla en la filosofía de la antigua Grecia, pues no hay tema trascendente que sus filósofos no hayan considerado. Fueron los pensadores de la escuela estoica los que meditaron profundamente en la condición humana y en las desavenencias que la misma implica. Tenemos el caso de Séneca, por ejemplo, quien formuló la idea de que «no es que el tiempo que tenemos sea escaso, sino que más bien es mucho el que desperdiciamos». Un estoico más fue Epicteto, de quien podemos rescatar que «el único deber que tenemos en esta vida es aprender a distinguir lo que está en nuestras manos de lo que no depende de nosotros, a fin de alcanzar la tranquilidad». Por su parte, el sabio emperador Marco Aurelio, también de la línea de los estoicos, señaló que «aquello que escuchamos es tan sólo una opinión, no un hecho, pues cada quien mira desde su perspectiva y no desde lo real.» Las ideas de los filósofos estoicos son ejemplares en tanto que enseñan cómo enfrentar con alegría la desdicha cotidiana.
Sin embargo, el pensamiento estoico no fue inventado por los estoicos, es decir, las reflexiones en torno a la muerte, a la incertidumbre y al infortunio que nos aqueja no son exclusivas de los griegos, pues antes que ellos hubo mentes encargadas en mostrar la senda de la templanza, tal es el caso del rey Salomón y su famoso “Eclesiastés”, incluido en el conjunto de libros que hoy conocemos como el “Antiguo Testamento”. Entre las múltiples enseñanzas del mencionado texto, podríamos señalar las siguientes en relación al estoicismo: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Que sean pocas tus palabras y que tu corazón no se precipite a hablar. Los que viven habrán de morir. No hay memoria de las cosas primeras, ni habrá memoria de nosotros. Desnudos como llegamos, así, sin nada, nos iremos. Hay un tiempo para llorar y hay un tiempo para reír. Todo está dicho.» La sabiduría del “Eclesiastés” aventaja por setecientos años a la de los estoicos, pues Salomón reinó hacia el siglo X a. C., es decir, setecientos años antes de que el primer estoico viera la luz.
Nadie escapa de los infortunios de la vida, pues ésta, máxima autoridad de nuestra realidad material, da a cada quien lo que le corresponde. Llegamos sin nada al mundo y conforme nos vamos desarrollando se nos permite acumular ciertas riquezas que nos inclinan a pensar que hemos triunfado por sobre la naturaleza, sin embargo, y conforme nos vamos alejando de la edad de la niñez, la enfermedad, la pobreza y la muerte empiezan a anunciarse en nuestros caminos, de tal suerte que un día nos descubrimos débiles, mutilados, pues aquello que con esfuerzo creímos habernos ganado, sencillamente nos es retirado. Nadie es inmune a las desdichas y en el momento en el que suponemos tenerlo todo mueren nuestros padres, amigos y seres amados, enfermamos de un mal que lentamente nos va fulminando y los castillos de naipes adelantan su inevitable desplome, pues la vida no es más que un precipitarse hacia la muerte, primero, y al olvido, después. A pesar de ello, dice el Eclesiastés, hay un tiempo para reír.
La semejanza de pensamiento entre el rey Salomón y los filósofos estoicos más que responder a una correspondencia académica, es reflejo de la preocupación que cualquier persona puede llegar a sentir cuando descubre que todo cuanto ve está condenado a la extinción. Así, no son sólo los israelitas o los griegos quienes han detenido su casi automático andar para dar respuesta a las preguntas esenciales de la vida, sino que prácticamente cualquier cultura ha pretendido encarar, aunque sea sólo por una vez, a la muerte. El sacerdote mexicano Ángel María Garibay, en su “Poesía indígena de la altiplanicie”, habla de la siguiente manera: «los poemas de las culturas precolombinas no reflexionan en torno a la condición humana porque hayan establecido un contacto con los grecolatinos, sino porque son la voz del hombre, que reacciona de manera semejante en todas partes y tiempos, ante el enigma de la vida y la inapelable necesidad de morir.» De lo anterior, señalemos los siguientes versos indígenas, escritos algunos de ellos mucho antes del sometimiento español:
«Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar: no es verdad que venimos a vivir en la tierra. En yerba de primavera venimos a convertirnos: llegan a reverdecer, llegan a abrir sus corolas nuestros corazones, es una flor nuestro cuerpo: da algunas flores y se seca. ¿Conque he de irme cual flores que fenecen? ¿Nada será mi nombre alguna vez? ¿Nada dejaré en pos de mí en la tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos! ¿Cómo ha de obrar mi corazón? ¿Acaso en vano venimos a vivir, a brotar en la tierra? ¿Acaso es verdad que se vive en la tierra? ¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí! Hasta las piedras finas se resquebrajan, hasta el oro se destroza, hasta las plumas preciosas se desgarran. ¿Acaso para siempre en la tierra? ¡Sólo un breve instante aquí! En vano nací, en vano vine a brotar en la tierra, soy un desdichado, aunque nací y broté en la tierra. ¿Qué harán los hijos que han de sobrevivir?»
Es por ignorancia que solemos fijar nuestra atención únicamente en las culturas euroasiáticas. No negamos aquí la importancia de las culturas antiguas de los mencionados continentes, pues a fin de cuentas son la base de nuestra moralidad, pero hay aceptar que si desdeñamos a las culturas prehispánicas es, generalmente, porque las creemos inferiores, incluso bárbaras, y es por este prejuicio que no nos percatamos de joyas como los anteriores poemas, los cuales replican, sin buscarlo, las mismas ideas del “Eclesiastés” y de los estoicos, y estas ideas son aquellas que insisten en que la realidad no es más que una ilusión y que la única certeza es que un día alimentaremos a los gusanos con nuestro cuerpo. Sólo soñamos, dicen los poetas precolombinos, y en esta tierra nunca vivimos realmente, pues estamos dormidos. Sólo un instante aquí porque al final de los días todos nos quebraremos, nos romperemos, todos nos marchitaremos, pues desde que fuimos sembrados no somos más que una flor secándose.
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