Ante el triunfo de Giorgia Meloni en las elecciones italianas se han apresurado las descalificaciones. Por un lado, de quiénes identifican la innegable herencia fascista de su plataforma política (no sólo partido), y por el otro de quiénes relativizan ese triunfo frente a los fracasos o agotamiento de la globalización neoliberal. En sí están hablando del mismo proceso, pretendiendo deslindarse de él. Ciertamente, los que han de reaccionar con mayor vehemencia son ciudadanos italianos, seguidos por los que se reconocen como herederos de Roma (imperio e iglesia católica), para terminar con una difuminada idea de “occidente”. Hay también quiénes ponderan el carácter de “género” en el populismo dentro del escenario de la OTAN. Por principio de cuentas llama la atención lo anacrónico que parece el nombre de “Hermanos de Italia” en masculino del partido político, así como la fuerza de sus tres palabras clave: “dios”, “patria” y “familia”.
Desde México, no es complicado reconocer en los términos al ejército Trigarante y los primeros intentos de “comunidades imaginadas” independientes, como tampoco su vigencia en organizaciones católicas. De ahí que conceder su suma o multiplicación les haga fascistas implicaría reconocer o replantear mucho de lo aprendido, constitutivo, e internalizado a la condición “nacional”. Hay quiénes así lo han hecho desde la militancia en pos de un estado secular y el laicismo, así como la aun poderosa herencia jacobina en el anarquismo y giro decolonial. Sin embargo, serán mayoría quiénes las consignen a una dimensión residual en el proceso de modernización. Sobre ellas se han ido afirmando otra serie de valores, primero de carácter universalista y posteriormente de protección a las minorías. Quedan pues como reliquias en algunas pastorales que por lo mismo merecerán trato equivalente a colectivos emergentes. Se quiere creer que su influencia sobre la vida pública será la de cualquier club de boliche u agrupación basada en la metodología de los doce pasos. Esta certeza, derivada de una mirada selectiva es lo que la elección de Meloni pone en duda.
Dudamos de tales certezas porque debe explicarse qué es lo que hay de atractivo en su oferta “identitaria” que de tan ramplona sigue produciendo incredulidad. Además de las retrogradas posiciones frente a la inmigración, los derechos reproductivos y contra la inclusión de inconformes sexo-genéricos, cosa que galvaniza el repudio, queda por reconocer cómo se vivió el agotamiento de la promesa globalizadora y multicultural de una Europa integrada en un Occidente libre de la amenaza comunista. En sí el caso italiano replica con sus particularidades históricas la politización del rencor de las clases y grupos que fueron condenados a la obsolescencia productiva y que dejaron de verse representados por las élites tecnocráticas y cosmopolitas. Sobran buenos estudios sobre el populismo en Europa como un recurso político perenne, así como su actualización país a país explotando el “carácter nacional” ante los compromisos que supuso la Unión Europea. En todos ellos destacan también las diferentes políticas de austeridad y privatizaciones. Pero, sobre todo, son los acuerdos internacionales respecto a la protección de minorías históricas o emergentes las que encienden animadversión. En un perverso déjà vu del “determinismo” en el “teorema de base y estructura”, políticos inescrupulosos culpan de los recortes presupuestales reales, hondos e irreversibles al gasto para la atención a grupos vulnerables. Todo lo que perdieron los “honrados trabajadores” y “ciudadanos cumplidos” se dice son ganancias para aquellos otros usados como carnada. La fórmula es maniquea y vulgar, efectiva y atroz.
Importa se rechace analítica y políticamente esa propaganda que no por reiterada pierde atractivo. Importa también no alienar descalificando a los grupos que son susceptibles a su “encanto”. Importa finalmente saber que no es un juego de suma cero. Y todo eso importa porque el daño que se inflige no es manejable, ni es posible basar ninguna convivencia en la resiliencia. Su ensalzamiento es parte del problema, no una virtud a administrar selectivamente a cuentagotas. Dios, patria y familia son la oferta contra el cosmopolitismo “woke” que se percibe como agraviante en un campo bipolar. Tanto uno como otro demandan la crítica ponderada no sólo en términos discursivos sino de los procesos político-ideológicos a los que pertenecen. Si el primero es parte orgánica de un elitismo corporativo-empresarial y no por nada fue en el norte de Italia dónde surgieron los “United Colors of…” además de “la Liga”, el segundo es una imposible apuesta por un pasado idealizado que nunca existió. Las barreras a la movilidad e integración social no obedecen sólo a características sexo-genéricas y fenotipos racializados, desvinculados de procesos de acumulación y concentración de oportunidades en el dominio de clase, como tampoco hay dosis de orgullo en instituciones y tradiciones capaces de corregirlos. Después de treinta años de “transiciones” es que sabremos—ya sin chacota ni “memenaje” alguno—si la sociedad civil “es verbo no sustantivo”.