Todos los días caminamos, pero no todos los días avanzamos. Nos movemos, sí, pero las más de las veces nuestros recorridos son circulares, sin rumbo, similares a las vueltas que da un cánido antes de echarse a dormir. Caminamos y caminamos mucho, pero siempre sobre las mismas huellas que el día anterior dejamos, siempre bajo el mismo sol de la rutina y bajo el mismo frío de la apatía. Nuestros pies avanzan decididos, pero más que hacerlo hacia un camino, lo hacen directo al desfiladero, pues la costumbre, ese veneno que en la infancia adoptamos, nos somete.
Todos los días caminamos, pero ¿sabemos hacia dónde vamos? Pareciera que no y que es más la inercia, que la razón, lo que nos empuja, tal y como el látigo del cochero lo hace con los equinos que, aunque van juntos, no se miran por las anteojeras que les han sido impuestas, y así como los equinos, que avanzan más por miedo al castigo que por convicción, nos movemos nosotros; tiramos de la carreta del pasado, de una carga que no nos corresponde, y sentimos en nuestras espaldas el golpe inmerecido del castigo y todo por no saber cómo darle rumbo a nuestros pasos. ¿Es una opción tirarse al suelo o despotricarse hacia el precipicio? No.
Aprender a caminar es mucho más que sólo mover las piernas. La gran mayoría de nosotros es capaz de sostenerse sobre sus piernas y de dar zancadas para desplazarse en el espacio, pero eso no es saber caminar. Caminar es avanzar con rumbo fijo y con conocimiento del sendero. El que camina no conoce todo el camino, pero sí sabe hacia dónde lo conduce éste. Caminar es un acto de voluntad, mientras que sostenerse sobre las piernas para avanzar es tan sólo un espectáculo de equilibrio vacío de significado y puesto que todos sabemos equilibrarnos, pero no caminar es que sólo damos vueltas en círculos como los cánidos o que sólo nos movemos sin rumbo y con anteojeras como los potros. Caminar es un acto de consciencia.
Las antiguas edificaciones superiores poseían, a las afueras de su salón principal, el atrio de los pasos perdidos, cuyo nombre se debe a que quienes estaban ahí reunidos avanzaban sin rumbo fijo y sin destacar por sobre los demás. En el salón de los pasos perdidos se encontraba tanto la plebe como la aristocracia junta, tanto los ignorantes como los maestros, tanto los que únicamente se equilibraban como los que sabían en qué dirección estaba el camino que habría de conducirlos a la meta anhelada. En el salón de los pasos perdidos estaban los que, tal cual, estaban perdidos, como también aquellos que, sabiendo por dónde andar, se movían sutilmente entre los desorientados ofreciéndoles disimuladamente una mano para ayudarles en su reforma. En el salón de los pasos perdidos, a pesar del aparente caos que lo representa, los maestros aguardan por aquellos que busquen realizarse como discípulos que sepan caminar.
El médico militar alemán Arnold Krumm–Heller llegó a México en el año de 1923 y desde entonces estuvo en los salones de los pasos perdidos de las principales instituciones gubernamentales, religiosas, sociales y espirituales. Krumm–Heller es conocido por el servicio militar que prestó en favor de México en tiempos de la Revolución Mexicana, pero, además, su fama también se debe a que fue fundador de la Fraternidad Rosacruz Antigua, institución ocultista que se nutrió de las enseñanzas mistéricas de las sociedades secretas de su tiempo y aún de las antiguas. Krumm–Heller, como representante del rosacrucismo, dedicó su vida al estudio de los senderos ocultos, aquellos por los que sabía caminar sin tropiezos y que motivaron en él una curiosidad de la que nacieron casi una treintena de libros. Para ilustrar su pensamiento, manteniéndonos en la idea de aquellos que dan pasos perdidos, citemos su “Rosa esotérica”:
«La vida del mundo es la de los pasos perdidos. Pasos perdidos entre tantas voces, entre tanto tumulto. El sabio se recoge para escuchar su propia voz. Tú, lector querido, debes recogerte cada día en la intimidad de tu propio Templo. Lo esencial es eterno y para hallarlo encamínate por estos siete pasos: Lleva en todos tus actos la meta de descubrir lo esencial. Alégrate. Respeta la opinión sincera de los demás. Sal diariamente y admira la naturaleza. Sé fiel a tus amigos. Relaciónate con todos, sobre todo con quienes sepan más que tú. Haz un examen de consciencia todos los días. Estos son los siete pasos. No ignores que todas las cosas de la Naturaleza, todo cuanto ves y no ves, todas las formas cristalizadas y aún aquellos que tu pobre retina no alcanza a divisar, tienen un punto esencial, una sustancia íntima por la que viven y se desenvuelven.»
Son muy semejantes al “Eclesiastés” las ideas de Krumm–Heller cuando menciona que la vida del mundo es la de los pasos perdidos y es que aquello que llamamos ‘mundo’ no es más la manifestación de lo secundario, de lo accesorio, de lo vacío, no de lo inútil porque en este diseño nada está de más, pero sí, prescindible. Nuestros pasos, o, mejor dicho, nuestras equilibradas zancadas suelen perdernos en el camino porque, sencillamente, no tenemos noción del camino y esto lo atestiguamos en el diario vivir cuando, cansados, insistimos en hacer siempre lo mismo esperando resultados diferentes, mas lo anterior es imposible que suceda.
Todos los días caminamos, pero no todos los días avanzamos y esto es porque, siguiendo a Krumm–Heller, no tenemos una meta para todo lo que emprendemos. Si en todo cuanto hiciéramos hubiera un fin trascendente, dejaríamos de caminar sin avanzar. Caminar es más que sólo desplazarse, es un ejercicio de consciencia, de cuestionamiento y de renuncia a la costumbre impuesta por el látigo del pasado. Caminar es renunciar al mundo de lo accesorio, de las vanidades, y alegrarse por el mundo en que nos hallamos, aún cuando el envilecimiento del mundo parezca ser, cada día, mucho mayor. La vida del mundo es la del equilibrista, pero la interna, del sabio, es la que renuncia al salón de los pasos perdidos.