El lamento en que históricamente convergen empresarios del ramo, funcionarios y aquellos que reclaman la posición de intelectuales públicos, establece que los mexicanos compran y leen pocos libros. Por extensión se supone hay problemas de literacidad pues leer no es sólo la habilidad de decodificar la palabra escrita. Antes que nada, importa qué se ha leído y sobre ese cúmulo el gusto que se ha creado a través del hábito de la lectura. Así, se escatima que en la industria haya habido tirajes récord de comics o historietas o bien que las revistas de la farándula sean un mercado competitivo y en expansión. El libro como objeto de culto y reverencia, mezclando elementos de la Biblia y Constitución, se supone ajeno a las mayorías. Un factor, que según esta versión distorsiona el mercado para su compra y el hábito para su consumo, se achacaba al libro de texto gratuito. Siendo la experiencia común de los mexicanos, pues la educación primaria casi se ha universalizado, su apropiación por parte de los educandos, familias de y clases completas pasa por la relación con el Estado, no la mediación del mercado. Así, condicionado el volumen de producción y la logística de distribución, afectada la familiarización con el libro como objeto, experiencia, y sustrato casi inconsciente de la función lectora, se dudaba de su efecto sobre razón y pasión.
Tales lamentos reiterados con inercia y replicados en encuestas hasta hacerse un lugar común, son apócrifos. No importa qué tanto se repitan, o quizás deberíamos preguntarnos para quién van dirigidos pues no son veraces. La opción elemental es que sea al gobierno en turno. Demandan que a nivel federal como en los estados se renuncie por completo al libro de texto gratuito, pues ha de acotarse que casi todas sus fases ya están en manos de particulares. Impresión, distribución y hasta contenido salen a concurso y mientras en los dos primeros operan regularmente, el último sigue sujeto a vaivenes sexenales. Ese argumento sólo vale para la gratuidad de la entrega. Ahora bien, por importante que sea, el libro de texto gratuito es sólo una parte de la industria cultural paraestatal en que se producen libros. La inversión pública se aplicó con esmero al Fondo de Cultura Económica, editorial del Estado mexicano que sirvió como su insignia a nivel hispanoamericano y fue un importante traductor a nivel internacional.
Es en medio de ambos extremos dónde las editoriales han pugnado por darle sentido y contenido al consumo del libro. Y es ahí donde parece la batalla está ganada, siendo ya un anacronismo el lamento reiterado. Cada semana o mes estamos expuestos a campañas publicitarias de un nuevo libro que será obligatorio en tertulias. Entre ellos el que destaca es el género que ofrece desenmascarar personajes, develar misterios de política pública, y desmitificar verdades tutelares. Algunos son escritos por periodistas especializados en la farándula, otros en aquellos que se ostentan como de investigación y también por aquellos que están en esas labores en el sector educativo. Los ejemplos abundan sobre figuras públicas, tanto políticos como funcionarios, así como conocidos criminales y sus amantes. El efecto principal del “narco” como marca mercadológica logró que la mesa de novedades de tiendas muy conocidas dejase de ser deseñada y se tornase en portal de parloteo. La sensación del mes o la semana se anuncia por ser un éxito en ventas. La premisa básica de la literacidad: no sólo saber leer sino saber qué leer cede finalmente al imperio de lo que en España llaman “superventas”.
Ejemplos de BEST SELLERS abundan en fechas recientes. La pandemia trajo su cuota por encima de los del narco, los políticos y los narco-políticos. De hecho, logró que el mismo acto de leer pasase a segundo plano. No tiene uno que revisar lo que se sabe son reiteraciones en un debate que ya se ha ventilado acremente en las redes sociales y en los programas televisivos, así como en canales de distintas plataformas. Se compran y venden como apoyo a posiciones antagónicas. Así, se pasó de una forma específica de consumo a otra, de la lectura como ejercicio de raciocinio y disfrute al “trolleo” y bulla. El siguiente par de semanas confirmará o desechará lo que aquí escribo. Un nuevo libro se anuncia y vende prometiendo revelar los secretos del financiamiento de la figura política que animó el mercado para hojear sin leer. Indudablemente, el personaje será materia de investigación y debate, desencuentros y patrimonialización escrita por diferentes grupos político-intelectuales de mexicanos la siguiente década, pero nadie los leerá. Es previsible que esa producción se osificará en artículos de revistas académicas indexadas peleando por el “factor de impacto” en los primeros cuartiles, citas (entre ellos), y acaso en seminarios en el extranjero. Lo relevante es la capacidad de ventas que esa figura ha significado para la industria editorial en el presente. Tanto los que son de su autoría como los de apologistas y aquellos que amenazan con derrumbarlo. No es necesariamente parte de sus planes, pero sería mezquino escatimarle el logro y subsidio a la industria.
Se dicen con razón que entre divorcios y mudanzas se pierde casi todo. Al menos lo que es portátil. Destacan ahí los libros que uno no sabe si prestó, dejo olvidados o están mal puestos en cajas aun no abiertas. Pero ciertamente y en contraposición a esa máxima está el hecho que en cada mudanza se pone una caja o más de esas cosas que no se llevaran con uno. Ahí van ciertos libros. Se regalarán a quién los quiera sin tener que hacer pública su elección. Así se dejan como si nada por varios lados y así sabemos fueron malas elecciones confirmando su condición desechable. No era el peso de sus argumentos o contenido, sólo el del papel. Disfrutemos pues del momento efímero de consumirlos sin rubor pues no durará. El formato digital los confinará a archivos adjuntos sin abrir.