¿Cuál es el papel que jugamos en esta vida? Tanto en la filosofía de Platón como en el psicoanálisis de Carl Gustav Jung se utiliza el término ‘arquetipo’ para referirse a un modelo esencial y, por tanto, universal. Los modelos arquetípicos están presentes en todas las civilizaciones primitivas, así como en las actuales, y son representativos de aquellos conceptos por todos conocidos, por ejemplo: el padre y la madre, dios y su contrario, la justicia, el gobernante, el embustero, etcétera. Es decir, los arquetipos, tanto los platónicos como los jungianos, existen en todas las civilizaciones porque en todas hay figuras paternales–maternales, divinas–profanas, justas, políticas y rebeldes. No hay grupo social que escape a estas formas y esto es porque, de acuerdo a Platón, el arquetipo es una representación de lo eterno, o porque, según Jung, el arquetipo existe en el inconsciente colectivo, que es una especie de alma grupal que todos, por el hecho de ser homosapiens, poseemos. El arquetipo es, en resumen, el cimiento en el que se estructuran todas nuestras ideas, aún sin que sepamos que éstas existen.
Diversas son las maneras en las que los arquetipos han sido representados, pero podríamos remitirnos a dos. En primer lugar tenemos al juego de cartas llamado “Tarot” y en cuyas imágenes nos encontramos con alegorías como el papa, la emperatriz, la justicia, la fortuna, la muerte, el diablo, etcétera. Estas figuras, o arquetipos, son representaciones de diferentes estados del ser y de grados de conocimiento, y esto es porque en cada uno de nosotros coexisten las dimensiones paterno–maternales, divinas, jerárquicas, etcétera, lo cual atestiguamos en el hecho de que nosotros no somos siempre los mismos, sino que vamos cambiando conforme nos enfrentamos a diversas experiencias vitales; a veces somos progenitores, otras, dioses, en algunas, embusteros, simbólicamente hablando.
La segunda representación arquetípica, y que está ligada con el juego del tarot, la hallamos en otro juego: el ajedrez, en el que se manifiestan arquetipos de poder en piezas como el rey y la dama; de espiritualidad, en el par de alfiles (uno, de cuadros blancos, y otro, de cuadros negros); de lucha y de viaje, en los caballos; de justicia y de fortuna, en las torres; y de metamorfosis, en los peones, que haciendo una correspondencia con el tarot encontraría su semejante en la carta de ‘El Loco’, pues éste arquetipo es, al mismo tiempo, todos los demás, así como el peón también es un otro cuando llega al final del tablero y adquiere una nueva forma.
Los arquetipos (los del tarot, del ajedrez y de nuestro inconsciente) son simbólicos, no son palpables, ni tienen relación con nuestro sexo, edad, ni origen. En este sentido, cualquiera de los arquetipos del tarot y del ajedrez los encarnamos en nuestro diario vivir, el cual no es sino la sucesión de cuadros blancos y negros sobre los que nos vamos moviendo, a veces con rumbo fijo, a veces, perdidos, hasta que llega el día en que debemos abandonar el piso ajedrezado y retornar a la caja de la que algún día salimos. Todos vuelven a la oscura cámara, sin importar si se es rey, dama, alfil, caballo, torre o peón, sin importar si se es mago, papa, papisa, diablo o mundo. Todos volvemos, todos, de vuelta a las penumbras.
Comparaciones entre la vida cotidiana y el tarot existen, sin embargo, son más numerosas aquellas que establecen relaciones entre nuestros días y noches con el ajedrez. Vale la pena citar aquí la obra “Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas”, del español Leontxo García, la cual, entre los variados temas que aborda, nos ofrece el de la locura y el ajedrez, y es que se suele tener la idea de que los genios del juego–ciencia son víctimas de una suerte de desequilibrio psíquico, sin embargo, esto no es así, o al menos no en el nivel extremo de la demencia. Nadie niega que no existen jugadores que hayan perdido la razón, por ejemplo, Steinitz, que desafió a Dios dándole un peón de ventaja, pero lo cierto es que son muy contados los episodios de locura y ajedrez.
A la lista de jugadores psíquicamente desequilibrados podrían sumarse apellidos como los de Rubinstein y Morphy, sin embargo, es el de Fischer el que más ha dado de qué hablar. Indudablemente, cuando se menciona el nombre de Bobby Fischer se marca un antes y un después en la historia del ajedrez, pues no sólo venció a los titánicos rusos, sino que, además, hizo aportes a los temas de táctica, estrategia y medición del tiempo en las partidas de ajedrez. Pero no es la trayectoria de Fischer lo que por ahora interesa, sino las metamorfosis de esta talentosa mente que terminó refugiándose en Islandia a causa de la persecución policial perpetrada por su país de origen, Estados Unidos. De los últimos días de Fischer, dice Leontxo García: «Él vivía en una casa siempre muy desordenada, con tableros y libros de ajedrez por doquier, salía casi todos los días a bibliotecas y restaurantes, pero siempre con un miedo enorme a que le vigilasen… A propósito, es falso que viviera como un vagabundo.»
Fischer fue un niño huérfano de padre y solitario en la escuela. Se dio a conocer a los seis años de edad jugando ajedrez en los parques públicos. Cuando su carrera ajedrecística se consolidó, se declaró antisemita, aunque su familia fue judía. Después tuvo, como Rubinstein y Morphy, delirios de persecución, aunque también fue cierto que el FBI y la KGB le pisaban los talones y después de ganar el título mundial contra los rusos, en tiempos de la guerra fría, desapareció durante veinte años para después volver efímeramente y terminar refugiado al lado de los dragones de komodo que tanto admiraba por su tamaño y quietud, pero, también, por llevar a la invisible muerte en las fauces.
No hay arquetipo que Fischer no haya representado. En sus cambiantes formas él fue un dios encarnado, un mago, un alfil, un caballo, una torre, una rueda de fortuna, un loco y un peón. El tarot, como el ajedrez, son espejos arquetípicos en los que nos descubrimos o, como diría Fischer alguna vez: «el ajedrez no es como la vida, es la vida misma.»