Todos, en algún momento, hemos sido testigos de: un perro que mueve su cola y brinca cuando su dueño regresa a casa; de un gato que restriega sus mejillas buscando que lo acaricien; de una planta que reverdece o se marchita cuando se le habla con ternura o maledicencia; e incluso de aves, peces, reptiles o cualquier otra especie animal que busca en el ser humano alguna muestra de afecto que está mucho más allá de la mera necesidad de mantenimiento orgánico, es decir: las plantas y los animales (nosotros incluidos) no se limitan a un comportamiento mecánico y automático en pos del mantenimiento de sí mismos y de la especie que representan, sino que van más allá de las necesidades básicas (alimento, descanso y reproducción) para asentarse en la compleja dimensión de las emociones. Cualquiera pensaría que una planta para sobrevivir no necesita más que agua y sol, mientras que un animal se sentiría satisfecho teniendo alimento, una guarida y la posibilidad de aparearse, pero no es así, la vida no es tan simple como eso y por ello, cualquiera que haya ido más allá de sí mismo para cuidar de alguna planta y de algún animal sabrá que estas especies vivientes requieren además de afecto para desarrollarse plenamente, pero ¿por qué?, ¿qué motivó, en la evolución, el desarrollo de la inteligencia emocional?, ¿por qué la vida, para mantenerse a sí misma, no puede funcionar fríamente cual una máquina que únicamente cumple con su tarea?, ¿a qué se debe ese componente extra que todo lo complica?
La búsqueda de la felicidad es el objetivo de toda persona y como si el factor emocional no fuera suficiente para dificultar la existencia, viene a sumarse uno más: el de la personalidad. Es decir: no hay dos perros iguales, ni dos rosales idénticos, como tampoco habrá dos carpas, águilas, abejas y demás animales que compartan exactamente las mismas características. De lo anterior deducimos que, si nada en la naturaleza se repite, el ser humano no está libre de dicha ley, por lo que tampoco habrá dos personas con las mismas cualidades, y si la búsqueda de la felicidad es el objetivo de toda persona ya podemos adelantar que la “felicidad” no será idéntica para cada quien, pues cada individuo sentirá y será a su propia manera, por lo que la concepción o idea de lo que la felicidad es, variará de una persona a otra.
¿A qué se debe tal disonancia? Pues a que hubo un punto en la evolución en el que los procesos mecánicos de supervivencia se vieron enriquecidos (y, por ende, complejizados) por lo que en términos generales podría llamarse el “libre albedrío”, es decir, la capacidad de decidir, de sentir y de ser de acuerdo a lo que cada quien es. Cierto es que el libre albedrío a nivel vegetal podría ser cuestionable, como también en términos de los animales no humanos, sin embargo, la experiencia nos ha demostrado que todas las especies vivas poseen una inteligencia que está en relación directa a lo que las especies son en sí mismas y que va más allá de la repetición mecánica que observamos en las máquinas, por ejemplo, las cuales, al menos hasta ahora, carecen de este libre albedrío del que se ha hecho mención.
El libre albedrío es más difícil de abordar en el ser humano (simbólicamente, es la causa misma de la caída de Adán y Eva, alegorías de la búsqueda del conocimiento), pues las redes neuronales de nuestra especie son mucho más complejas que las del resto de las criaturas, de ahí que sea nuestra especie la que gobierna en este mundo. El libre albedrío se desarrolló gracias a la naturaleza, pero, irónicamente, el albedrío puede ir en contra de la naturaleza misma, y si a ello le sumamos la cuestión de la identidad y de la inteligencia emocional vislumbramos por qué la búsqueda de la felicidad es tan compleja. Esta idea podría ser abordada desde los postulados que la escritora Adorna Castro Reyes expone en su obra El origen de la infelicidad; leamos:
«Con respecto a la felicidad, nadie sabe qué hacer para mantenerla todo el tiempo con nosotros. Las nuevas teorías nos regalan técnicas para superar los miedos, para quitarnos el ego, los apegos, para vivir el presente, para vaciar nuestra mente de pensamientos… Pero lo que no nos cuentan es algo que podría al menos tranquilizarnos y ayudarnos a conocernos y a aceptarnos: por qué nuestra naturaleza tiende a hacer ¡precisamente lo contrario! Nos conformamos con poner parches a nuestra infelicidad o a nuestras insatisfacciones, sin conocer profundamente el funcionamiento de nuestras emociones, pensamientos o comportamientos, sin viajar a la raíz del asunto. A la naturaleza lo que le interesa primeramente no es que seamos felices, sino que sobrevivamos. Las herramientas de la naturaleza nos ayudan a sobrevivir, aunque a menudo nos lleven por el camino de la infelicidad. El problema no está en estos mecanismos de supervivencia, sino en nuestra ignorancia a la hora de saber para qué sirven, cómo funcionan y cómo usarlas. Casi todo aquello con lo que nacemos es útil o lo ha sido en un pasado, pero somos como un niño que tiene en un martillo en sus manos y que en vez de ponerse a construir, se dedica a dar martillazos a todo lo que le rodea, incluido él mismo, por no saber cómo funciona la herramienta ni para qué sirve.»
La consciencia de estar vivos, el darnos cuenta de que somos alguien en el mundo, al mismo tiempo que nos podría liberar, nos condena pues, como Adorna Castro lo expone, la consciencia, el darse cuenta de que la vida es vida, va en contra de la misma naturaleza, la cual únicamente busca su multiplicación. El objetivo de la naturaleza es perpetuarse, mientras que nuestro objetivo es “ser alguien” en un sentido profundo, filosófico, místico y en tantas vías como nos hemos inventado, y que Castro con justa razón llama “parches”, pues cuántas veces hemos preferido disimular nuestras carencias en lugar de conocerlas profundamente. La infelicidad no siempre se debe a nuestras decisiones, pues también está ligada a nuestra estructura neuronal. La infelicidad es natural, pero la felicidad es antinatural, nos la hemos inventado y su equilibrio dependerá de saber que tenemos un martillo en las manos.
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