Los límites, aquellas fronteras que nos impiden ir más allá de lo que deseamos tener, hacer y ser solemos encontrarlos en aspectos externos a nosotros mismos, como podrían ser las personas, las instituciones, el poder adquisitivo, el contexto familiar, etcétera, y así, es fácil que vayamos por la vida diciendo que si no podemos tener, hacer y ser lo que hemos imaginado es debido a que alguien o algo nos lo impide.
Cuántas veces no hemos escuchado, o incluso dicho, la frase “se hizo el intento”, en clara alusión a que si el esfuerzo propio no rindió frutos fue a causa de una barrera externa contra la que poco o nada podía hacerse, sin embargo, es fundamental aceptar que en muchas de las ocasiones en las que no se concreta aquello que deseamos tener, hacer y ser es debido a un autosabotaje y no tanto a factores ajenos a nosotros mismos, por lo que el primer límite que deberíamos de superar, sino es que el único, es el de nuestra propia mente, en conjunción con nuestra debilidad y miedo para enfrentarnos a un mundo incierto y cambiante.
Más que ser motivantes o retadoras, las penas y temores que sentimos ante experiencias de la vida diaria son paralizantes. Mucho de lo que nos causa miedo no se debe tanto a lo que aquello representa en sí mismo, sino a lo que nosotros imaginamos al respecto. Todo desafío implica el riesgo de la derrota, la cual una mente preparada podría enfrentar y resolver sin pretextos, pero cuando la mente es débil y se pierde fácilmente en fantasías, la realidad adquiere matices más oscuros que terminan contaminándonos, por lo que si la vida nos parece estúpida, deprimente o nauseabunda se deberá más a las trampas de la imaginación que a un hecho real. Lo que vemos en el mundo exterior, en última instancia, es un reflejo de nuestro mundo interior.
La mente es una jaula, una cárcel en la que estamos encerrados, pero, por increíble que nos resulte, esta prisión mental tiene la puerta abierta, por lo que podríamos salir de ella en el momento que así lo decidiéramos, ¿por qué, entonces, no lo hacemos y permanecemos cautivos de nosotros mismos?, ¿en qué momento nos hicimos nuestros propios prisioneros? La jaula mental puede ser estrecha, o puede ser grande, pero a fin de cuentas es una celda que compartimos con un compañero incómodo, ¿cómo se llama?, ¿a qué se dedica? ¿cuáles son sus creencias?, ¿quién es?, las respuestas son: Lleva nuestro nombre, hace lo mismo que nosotros y también cree en lo mismo, pues este compañero de celda somos nosotros, o al menos eso aparenta, pues visto más de cerca nos damos cuenta que este reflejo es lo que llamamos el “ego”.
Lo que vemos en el espejo cuando nos miramos en él no es a nosotros mismos, sino, antes bien, es al ego. Todos los juicios que tenemos de nuestra persona cuando estamos frente a la reflejante superficie vienen del ego, los ha formulado en la celda que comparte con nosotros y nos ha hecho creer que son reales, incluso, el ego es tan astuto que nos ha hecho creer que entre él y uno mismo no hay divisiones, que somos el mismo ser. Cuando nos identificamos con el nombre de pila, la profesión, la religión, la nacionalidad, la estatura, el peso y demás, nos estamos identificando no con el yo real, sino con el yo aparente representado por el ego. Los límites entre el ego y el ser son difusos, sobre todo dentro de la prisión de puertas abiertas en la que nos hemos metido, pues, vale la pena decirlo, no nacimos en ella, sino que fueron los miedos y las inseguridades ante la vida los que nos condujeron a través de sus barrotes, desde los que vemos pasar a la libertad, aquella de la que por vergüenza y por no querer reconocer nuestro error, renegamos, obligándonos a creer que esta fantasía que hemos construido es lo real.
Las emociones que tenemos en nuestro día a día las sentimos desde el ego, es decir, desde velos mentales o sesgos cognitivos que limitan nuestra experiencia humana. Irónicamente, pareciera que tampoco hay mucho que podamos hacer con respecto al ego, pues la única vía real para la liberación del mismo es la de la muerte propia. El ego es un compañero incómodo, sí, pero necesario en muchas ocasiones, pues hemos aprendido a utilizarlo como un escudo contra las desavenencias, sin embargo, si no aprendemos a soltar el escudo a tiempo, terminaremos aplastados por su propio peso. El maestro en budismo, Éric Rommeluère, lo explica así en su obra Sentarse y nada más:
«Los que han despertado le ponen palabras a nuestra sabiduría más íntima. Las penas y los temores tejen la trama de nuestra vida y durante mucho tiempo son un estorbo. Los que han despertado afirman que estamos todos encerrados, sin excepción, en la coraza protectora, pero también terriblemente limitante, del ego, la instancia que nos juzga, que piensa, que sabe y que se satisface. Sólo el ego se justifica, discute, manipula y se defiende; sólo el ego sufre, llora y queda insatisfecho. Un discípulo le preguntó a un maestro Zen: “¿Qué es la liberación?”; y el maestro respondió: “¿Quién te encadena?”. El objetivo de los maestros Zen es hacer que se tambaleen las estructuras mentales que definen nuestra identidad, nuestros roles, nuestros comportamientos, hasta el más ínfimo de nuestros pensamientos. Los maestros Zen se sirven de un doble método para acceder a lo inconcebible: sentarse derechos y comprometerse con la relación entre maestro y discípulo. Lo uno complementa a lo otro. Sentarse derecho hace hincapié en que la meditación, lejos de ser un ejercicio mental, se funde con la experiencia de sentarse y de enderezar el cuerpo.»
Debido a la dinámica social en la que estamos inmersos, tenemos la creencia de que el movimiento es sinónimo de rendimiento. Vamos de un lugar a otro y “hacemos” más de una cosa a la vez debido a que nos consideramos personas eficientes, sin embargo, este exceso de movimiento nos aleja de lo esencial: el conocimiento de nosotros mismos. ¿Tenemos límites para tener, hacer y ser? Valdría la pena que nos sentáramos a considerar que no es el mundo el que nos subyuga, y que no hay peor enemigo que uno mismo ante la pregunta: ¿Quién te encadena?
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