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Nuestra mente está llena de ruido y hacemos lo posible por mantener presente este estruendo que nos aleja de lo esencial, de lo trascendente. El silencio no es natural. Nada en la naturaleza está en absoluto silencio, incluso un bosque desolado es arrullado por la voz del viento entre las hojas, así como también ocurre con un inmenso océano cuyas olas rompen tan monótonamente en las rocas que su estruendo figura ser otra forma de silencio. Incluso en el perro que duerme, en la ave que sueña y en el pez que descansa hay algo que rasga toda posibilidad de silencio.
El silencio es exclusivo de la dimensión humana, así como sumamente complejo, pues el silencio es mucho más que la ausencia de sonido. Pongamos como ejemplo los pensamientos, los cuales estrictamente no producen ningún sonido, pero que aún así son capaces de transmitirnos un estruendo capaz de consumir toda nuestra energía. El silencio es la ausencia de sonido, pero, también, de significados, de conceptos, de imágenes de cualquier tipo. Estar en silencio es dejar de ser uno mismo para pasar a ser un todo con la naturaleza, un todo que no se define, sino que es la definición misma en el aquí y el ahora.
Muchas personas le temen al silencio, pues éste favorece en primera instancia al enfrentamiento con la mente y, por ende, con las ideas incómodas, por ello es que muchos prefieren el estruendo de las distracciones cotidianas, disfrazadas, claro está, de actividades que etiquetamos como “importantes” o “provechosas” a fin de no reconocer nuestro vacío existencial. Cuántas personas, al levantarse, lo primero que hacen es poner música y/o acceder a sus redes sociales digitales a fin de evadirse a sí mismas. La mayoría de las personas le teme al silencio, lo consideran incómodo, y entonces ni bien ha despertado del todo el cerebro por la mañana cuando ya está siendo sobreestimulado a fin de mantenerlo esquivo de la realidad. La práctica del no–silencio ha sido normalizada a tal punto que, quien no se entrega al alboroto cotidiano, es considerada una persona “aburrida” o “extraña”, pues lo normal es lo que nos daña.
Pero entre los practicantes del alboroto, también hay quien se aleja pretendiendo algo diferente, algo como el silencio, aquello tan difícil de definir, pero que aún así es deseado. La búsqueda del silencio se suscita cuando uno reconoce que su existencia ha girado en torno a actividades viciosas, enfermizas, que han agotado las energías y dejado una sensación de cansancio y de suciedad. Sin embargo, el silencio no debería de buscarse hasta que uno sienta que ha tocado fondo, o al menos que ha llegado a una situación inconveniente, sino que el interés por el silencio debería de formar parte del equilibrio que imponemos sobre la rutina de todos los días a fin de evitar paladear el sabor del sinsentido existencial, pues, además, es casi seguro que quien acude a la búsqueda del silencio tan sólo por sentir cierta incomodidad ante el estruendo cotidiano, una vez satisfecha su ansia vuelva a regresar a los mismos vicios de los que huye.
Durante siglos el silencio fue considerado como la dimensión idónea para la introspección y el conocimiento de uno mismo, en cambio hoy, la distracción es idolatrada, encumbrada y mostrada como un estado ideal, sin embargo, es preciso aclarar que nunca han crecido verdaderos frutos de aquello que únicamente está enfocado al ocio o a las labores banales del estruendo. El escritor John Gray, en su obra El silencio de los animales: Sobre el progreso y otros, se expresa en estos términos del silencio:
«La búsqueda del silencio parece una actividad propia de los seres humanos. Únicamente los seres humanos quieren silenciar el clamor en sus propias mentes. La única causa de la infelicidad de las personas es que no saben cómo quedarse tranquilas y en silencio en su cuarto. Si alguien admite que necesita silencio, ha de aceptar que gran parte de su vida ha consistido en un ejercicio de distracción. Sólo últimamente la búsqueda de la distracción ha sido entendida como el sentido de la vida. El silencio de los animales es diferente del silencio de las personas, el nuestro es transparente y claro porque se enfrenta al mundo, libera la palabra en todo momento y la recibe de nuevo en su seno, mientras que para el resto de los animales el silencio es un estado natural de quietud. Buscamos el silencio con el anhelo de redimirnos; los animales viven en silencio porque no necesitan redimirse. Al mirar hacia dentro, uno sólo puede encontrar palabras e imágenes que son parte de sí mismo, pero si uno mira hacia fuera, tal vez se pueda escuchar algo que vaya más allá de las palabras. Incluso los seres humanos pueden encontrar el silencio, si son capaces de olvidar el silencio que andan buscando.»
Puesto que los animales no humanos carecen de los complejos procesos de pensamiento abstracto propios de nuestra especie, podríamos considerar que se hallan en una verdadera condición de silencio y, por lo tanto, están verdaderamente unidos a la existencia. Irónicamente, el desarrollo de la conciencia del ser y la noción de individuo, más que hacernos libres, nos encadena al espejismo de lo que consideramos lo real. Además, y siguiendo con las ironías, si bien el silencio no es natural, pareciera ser el estado ideal del cosmos, el cual en su movimiento perpetuo se mantiene libre de toda noción de significación.
El viento entre las hojas, las olas rompiendo contra las rocas, el insistente canto del ave, la respiración de los mamíferos e incluso el estatismo de las plantas, entre un sinfín de ejemplos más, son otras formas del silencio que se han hecho tan cotidianas a nosotros que hemos terminando menospreciándolas, considerándolas, incluso, insignificantes, sin que nos demos cuenta del milagro que cada una de ellas representan en sí mismas. Nos aferramos al estruendo, al tiempo que huimos del silencio y de nosotros mismos, pues no nos damos cuenta de que lo trascendente se revela sólo a quienes son capaces de, en absoluto silencio y pasividad, y aspirando al prodigioso silencio de los animales, quedarse en su cuarto.