El mundo iluminado
Miguel Martínez
La fama, el dinero y el poder desatan a la envidia, la corrupción y la esclavitud. Aulo Gelio, en sus “Noches áticas” concebidas durante el siglo II de nuestra era, consideraba que le había tocado vivir en una Roma oscura donde la ignorancia viciosa predominaba. Cuáles serían sus palabras si conociera la porqueriza en que habitamos y que ridículamente llamamos civilización. ¿Pero podríamos decir, acaso, que vivir en una sociedad ilustrada sería más provechoso para quienes la conforman? Indudablemente, la respuesta sería no. Históricamente sobran ejemplos de personajes brillantes y torpes que han utilizado sus facultades en detrimento de sus iguales. Una nueva pregunta aparece: ¿es posible, acaso, ya no vivir en una sociedad virtuosa, sino, sencillamente, vivir en sociedad armónicamente?
Desde el poeta latino Horacio en el siglo I a. C. y hasta la literatura mundial del siglo pasado podemos encontrar innumerables ejemplos que tratan de responder a la pregunta anterior, sin embargo, quizás el primero en tratar magistral y poéticamente el tema de la convivencia social fue el agustino español fray Luis de León, quien en el siglo XVI en Salamanca fue arrestado frente a sus discípulos por la Santa Inquisición mientras impartía su cátedra; el delito del que se le acusó fue el de haber traducido y comentado el erótico texto del “Cantar de los cantares”.
«Tolle lege, tolle lege» es el lema de la orden agustina y su traducción es «Toma y lee, toma y lee». Esta frase es el lema de la orden puesto que fue la que escuchó san Agustín de Hipona durante una estancia en Italia. Agustín la interpretó como un mandato divino, tomó la Biblia, la abrió y la sentencia que ante sus ojos materiales se mostró fue una de san Pablo que decía: «Revestíos de nuestro Señor Jesucristo». Los ojos de carne del santo de Hipona se cerraron y los ojos inmateriales vieron la luz primera. Se iluminó.
Fray Luis de León, en la cárcel, tomaba cuantos libros encontraba y los leía una y otra vez. Dentro de esa pequeña celda en la que estaba confinado concibió innumerables versos y poemas. Como agustino, la reclusión de fray Luis era doble: la primera cárcel era la edificada con ladrillos y celada por el Santo Oficio; la segunda, la que su cuerpo constituía y que apresaba al alma, como san Agustín lo manifiesta en sus “Confesiones”. Al salir de la cárcel de la primera categoría, cinco años después de su aprehensión, dejó testimonio de su experiencia en los siguientes versos: «Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado. Dichoso el humilde estado del sabio que se retira de aqueste mundo malvado, y con pobre mesa y casa, en el campo deleitoso con sólo Dios se compasa, y a solas su vida pasa, ni envidiado ni envidioso.»
Pareciera que estas líneas se han desviado de su misión, pero no, el tema es el mismo: la vida pública versus la privada. Los versos anteriores de fray Luis giran en torno a la necesidad de alejarse del mundo social y perecedero para refugiarse en el universal y eterno («Dichoso el humilde estado del sabio que se retira de aqueste mundo malvado y… con sólo Dios se compasa»). Cuando fray Luis salvó los delitos de los que se le acusaba regresó por un tiempo a Salamanca para continuar con su cátedra de Biblia y cuando estuvo de pie nuevamente frente a sus discípulos les dijo « Dicebamus hesterna die…» («Decíamos ayer»), sin embargo, un lustro mediaba entre su captura y ese día.
El agustino se fue alejando de la vida pública, así como de la fama, del dinero y del poder. A la obligación que su orden dictaba de tomar y leer añadió la de vivir en soledad; su poema “Vida retirada” comienza diciendo: «¡Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!». Quizás si nos detuviéramos a contemplar el mundo con los ojos inmateriales la vida comunitaria sería menos oscura y podríamos volver a escuchar la muda voz atemporal e imperecedera de los sabios que nos hablaron ayer.
