Desde hace algunos años, hemos escuchado que, para referirnos a la generalidad de un grupo, se precisa mencionar a cada género en toda oración, lo que hace a veces difícil poner atención al contenido del mensaje, ya sea hablado o escrito.
Se justifica este acto como inclusión, es decir, se trata de no discriminar al género femenino, cada vez que se habla del grupo.
Cierto es que la historia nos indica que la mujer ha tenido un lugar poco valorado dentro de la dinámica social, limitando sus habilidades en muchas ocasiones a los quehaceres del hogar (actividades elementales y valiosas de hecho), sin poder participar en las decisiones o acciones sociales, laborales o académicas.
Sin embargo, una mujer no es, existe o vale, solo porque se le mencione en cada enunciado.
Si bien las palabras crean realidades, también es cierto que detrás de cada palabra hay una serie de creencias, una imagen determinada, una historia de vida.
La pregunta es qué fue primero: la palabra que designa una idea u objeto o la idea que se pretende expresar a través de ella.
La discriminación, en cualquiera de sus modalidades, va más allá de una frase, es una costumbre que se ha tenido por el hecho mismo de que el hombre tiene la necesidad de posicionarse como el mejor, el más fuerte o el que tiene más poder. Actividad propia de muchas especies, un macho alfa, un ser que domina y que ejerce su fuerza sobre el otro sometido.
No somos diferentes que otras especies en este punto. Sin embargo, sí tenemos capacidades cognitivas superiores, capacidades que nos hacen únicos como humanos, el lenguaje o el razonamiento lógico, por ejemplo, pero, sobre todo, la conciencia de que existimos.
Y esto es lo que podría tumbar cualquier argumento que justifique cambiar constantemente los enunciados tras la idea de que con una palabra estamos discriminando o incluyendo a un género o a otro.
Las costumbres o creencias, creadas por los seres humanos, no son permanentes, inamovibles o intocables al paso del tiempo. Es obligación de vida, reflexionar, analizar y, de ser necesario, cuestionar y modificar unas cuantas, para podernos adaptar y vivir plenamente. Es una forma saludable de vida, pues el agua que no se mueve se llenará inevitablemente de lama, se apestará y será inservible para el consumo humano.
El ser mujer no nos posiciona por debajo ni por encima de un varón. Se es ser humano y ya.
Las diferencias, en la mayoría de los casos, las hemos hechos las propias mujeres, formando a nuestros hijos con base en las ideas o creencias heredadas de nuestros ancestros, les hemos enseñado, sin claridad alguna, que una mujer debe estar al pendiente del varón, que es preciso servirle y que será castigada y señalada si se atreve a cambiar esta costumbre.
Así se ha enseñado antes, ¿y así se queda ahora? No, el camino no es ese. Es analizar y encontrar el sentido de lo que se enseña, pues con los ojos cerrados y sin hacer el uso mínimo de estas capacidades de razonamiento, se da una orden, se inculcan creencias erradas y se castiga a las mujeres.
No vale más una palabra porque salga de la boca de una abuela, una palabra tiene más peso cuando tiene congruencia con la realidad, con las necesidades sociales y con las propias, y cuando no sobrepasa la dignidad de alguien, sea hombre o mujer.
Una mujer vale como ser humano igual que un varón. La discriminación se hace desde la crianza, desde casa, desde la imposibilidad de cuestionar los mandatos ancestrales, pues impera la culpa, el miedo y el deseo de poder.
Es probable que el precio de cambiar algunas creencias, sea alto, sin embargo, es posible al mismo tiempo resignificar cada concepto, cada palabra, y dignificar a la vez a nuestros ancestros, encontrándole un sentido a aquello que nos enseñaron, valores y costumbres que nos hacen sentir parte del grupo, de la manada, de la familia.
Todos somos seres humanos y, por el hecho de serlo, merecemos respeto y la libertad de expresar y aportar nuestras ideas, de generar cosas nuevas y buenas para la sociedad, de ayudar y pedir ayuda al otro.
Porque no es necesario enfatizar en cada frase que hay mujeres en un grupo, pues esto solo legitima la idea absurda de que somos menos, eternamente vulnerables o incapaces. Cada sexo o cada género tiene sus propias habilidades y recursos para que sean aportados a la humanidad y podamos seguir viviendo dignamente.
Y, recuerden, todo estará bien al final. Y si las cosas no están bien, entonces, todavía no es el final.
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