Miguel Ángel Martínez Barradas
El inagotable filósofo Platón creía que el ser humano no aprende nada nuevo, sino que recuerda lo que su alma experimentó en sus vidas pasadas; a esto le llama reminiscencia. Y si bien recordar podría aplicarse en todo aquello que está relacionado con el intelecto o las ideas, también implicaría aquella memoria sentimental y aún espiritual de la que el alma nunca se desprende. De lo anterior, entonces, podemos concluir que el alma recuerda las leyes de la materia, la ciencia de los números y las funciones anatómicas, por ejemplo, pero, y esto es lo interesante, también recordaría a aquella otra alma a la que estuvo ligada mediante el amor.
El mito del andrógino es el que la filosofía platónica utilizó para explicar el sentimiento amoroso. La historia del relato es apasionante: En el principio los dioses se sentían solos, así que crearon a unos seres esféricos para que les rindieran tributo. Estos primeros habitantes del mundo no eran varones, ni féminas, sino andróginos que reunían en un mismo cuerpo ambos sexos, y que se desplazaban con cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas. Los andróginos, por alguna inexplicable falla en el cálculo divino, cobraron inteligencia y se rebelaron en contra del sometimiento de sus creadores, siendo castigados en el acto por Zeus, quien los partió con un rayo. A partir de esta condena, que de alguna manera recuerda a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, los andróginos divididos buscan a su otra mitad, a su complemento.
Sabiendo lo anterior, deducimos, que es por obra de la reminiscencia que las almas se reconocen en cualquier tiempo, espacio y cuerpo. ¿Qué dice la poesía al respecto? Victor Hugo nos regala estos versos en el siglo XIX: «Cuando por fin se encuentran dos almas, que durante tanto tiempo se han buscado una a otra entre el gentío; cuando advierten que son pareja, que se comprenden y corresponden, en pocas palabras: que son semejantes; surge entonces y para siempre una unión vehemente y pura como ellas mismas, una unión que comienza en la tierra y perdura en el cielo. Esa unión es amor, amor auténtico, como en verdad muy pocos hombres pueden concebir. Amor que es una religión, que deifica al ser amado cuya vida emana del fervor y de la pasión, y para el que los sacrificios más grandes son los gozos más dulces».
La filosofía y la poesía dicen lo mismo en maneras diferentes. Las almas se encuentran en alguna de sus tantas existencias materiales y se reconocen entre la agobiante multitud que las rodea, salvándose así del injusto castigo dictado por los dioses que, imperfectos en su perfección, son incapaces de amar como las almas encarnadas en los cuerpos mortales. La vida parece injusta en algunos momentos, y en otra es sumamente cruel, por eso es que las almas buscan incesantemente a su mitad perdida a fin de no atravesar por este umbral en la absoluta soledad. Las almas se encuentran y se aman, se miran y son dichosas, y ya nada es imposible para ellas, pues han conquistado al mundo al haberse ganado a ellas mismas. Y entonces, la vida es luminosa, es radiante, es bella, es esplendorosa hasta que la muerte llega y nuevamente las separa, y las condena en esta infinita broma sagrada de las repeticiones en la que la existencia es un péndulo perpetuo que oscila entre el gozo y el dolor. La muerte separa a las almas, pero no rompe ni fulmina al amor que las unifica.
La reminiscencia es una facultad que todos poseen, pero que pocos ejercen. ¿Cómo se hace? Renunciando a la dimensión negativa del ego para abrirse al lenguaje invisible de lo eterno. Recordar es amar, amar es renunciar al culto al yo, a la mentira, al egoísmo y en esta renuncia es en donde aparece nuestra mitad perdida de la que fuimos despojados. El jesuita Pedro Arrupe, en un maravilloso poema, lo explica así: «No hay nada más práctico que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse rotundamente y sin ver atrás. Aquello de lo que te enamores, lo que arrebate tu imaginación, afectará todo. Determinará lo que te haga levantar por la mañana, lo que harás con tus atardeceres, cómo pases tus fines de semana, lo que leas, a quién conozcas, lo que te rompa el corazón y lo que te llene de asombro con alegría y agradecimiento. Enamórate, permanece enamorado, y esto lo decidirá todo».
El amor no es egoísta, es agradecimiento, es entrega y es búsqueda. Es una decisión única que determinará el andar de nuestros pasos. Enamorarse lo decide todo, pero permanecer en el amor no es sencillo, pues siempre habrá una sombra tras de nosotros incitándonos a dejar de mirar al otro para fijarnos sólo en nuestro reflejo, como aquel Narciso enamorado de sí que terminó ahogado. Amar, ya lo habíamos dicho, es recordar porque esta palabra, en su origen, significa «volver a pasar por el corazón». Las almas, cuando se miran y se reconocen, no es por un acto de la vista, sino por un volver a pasar por el corazón aquello que tantas veces han perseguido, su complemento.
Al final del mito del andrógino se dice que la cicatriz que nos quedó de la separación de nuestra alma gemela es el ombligo. Enamorarse y permanecer enamorado no es más que el ansia de restituir aquella herida por la que el alma llora en su afán de recordar y de recuperar la felicidad que los dioses, desde su terrible eternidad, envidian. ¡Decídete ya!