Miguel Ángel Martínez Barradas
Generalmente, atribuimos a los Diez Mandamientos de Moisés ser el primer documento moral en el que se establecieron las normas de conducta de la sociedad. Desconocemos la fecha de su existencia, pero está determinada alrededor del siglo XIII. El Decálogo contempla tres dimensiones para la realización de nuestras obras: la divina, la personal y la social, siendo en este orden en el que los mandamientos se nos presentan. Así, por ejemplo, el primero tiene que ver con la adoración de Dios, el sexto prohíbe cometer actos impuros y el décimo condena la codicia de los bienes ajenos. Esta triada moral, hasta hoy en día, sigue siendo la brújula conductual de una amplia mayoría, y aún podríamos decir que todas las constituciones políticas están sustentadas, aunque sea parcialmente, en estas leyes que el profeta recibió en monte Sinaí a manera de precaución para el Juicio Final al que las almas están llamadas. Los diez mandamientos, entonces, buscan el mejoramiento de la vida terrenal para el disfrute de la existencia ultraterrena.
Los Diez Mandamientos le fueron providenciados a Moisés, como ya se dijo, en el Monte Sinaí, sitio geográfico que pertenece a Egipto, y, como también ya se mencionó, este evento mistérico podría haber ocurrido aproximadamente en el año mil trescientos antes de Cristo, sin embargo, que la anunciación de estas sagradas leyes haya ocurrido en estas tierras no es un hecho fortuito, sino sincrético, es decir, los Diez Mandamientos de Moisés son un conjunto de leyes hebreas cuyos orígenes están en otra religión, ¿cuál es esa religión? aquella que se profesaba en las mencionados reinos de los faraones: el paganismo egipcio. La religión en el antiguo Egipto no fue la misma en todo momento, se estima que esta civilización se gestó poco antes del año tres mil antes de Cristo y que desde entonces comenzó un increíble ascenso espiritual y político que le permitió dominar un amplio territorio africano y mediterráneo. De Egipto, todavía hoy se siguen diciendo maravillas en torno a las supuestas maldiciones que revestían a sus tumbas, se ha mencionado que ellos fueron los inventores de las cartas del Tarot, de la masonería, y los maestros de Pitágoras, Sócrates y Platón; incluso fue egipcio el supuesto sacerdote y padre del hermetismo, Hermes Trismegisto, que sor Juana Inés de la Cruz leyó profusamente, ¿pero cuánto de eso es cierto? Con seguridad podríamos decir que casi nada, pero lo que es innegable es que ellos desarrollaron notablemente la astronomía, la magia y la tanatología, siendo ésta última la ciencia mortuoria que antecede a los Diez Mandamientos.
La tanatología es el estudio mágico y científico de la muerte. Los egipcios fueron asiduos a tratar este tema filosóficamente y a representarlo en innumerables jeroglíficos. Los primeros de ellos aparecieron al interior de sus majestuosas pirámides, los segundos fueron los que se plasmaron al interior de los sarcófagos en los que los faraones regresaban al polvo, los terceros jeroglíficos mortuorios fueron los aparecidos en el “Libro egipcio de los muertos” del año mil quinientos antes de Cristo, es decir, doscientos años antes de los Diez Mandamientos de Moisés y que representaban en sus misteriosas formas la manera correcta de morir y ser premiado, así como la forma inadecuada de vivir y ser castigado. Que Moisés haya tomado como marco de referencia para su decálogo este libro egipcio no es exagerado, pues el profeta hebreo se había formado precisamente en la civilización de la que él y sus seguidores buscaban escapar: la egipcia.
El “Libro egipcio de los muertos” realmente no es un libro, sino un conjunto de jeroglíficos que se han agrupado de diferentes maneras desde la Edad Media y su tema, como ya se dijo, es el de la muerte. Habíamos mencionado que Moisés buscaba prevenirnos para el Juicio Final que habrá de llevarnos a la vida eterna, pues resulta que dicha idea existe de la misma manera en el “Libro egipcio de los muertos”, en un bello “capítulo” dedicado a la balanza y al corazón. Cuando el cuerpo moría, creían los egipcios, el alma viajaba al Inframundo para enfrentarse a los dioses Thot (Sabiduría) y Anubis (Muerte); una vez frente a ellos, se tomaba el corazón del desencarnado y se colocaba en una balanza de dos platos, en el primero estaba el corazón y en el segundo una pluma de la diosa Maat (Verdad). Si la balanza se cargaba hacia el lado del corazón era porque éste traía consigo el peso de sus malas obras, pero si se mantenía nivelada era porque el desencarnado había vivido conforme a la Verdad y podía reunificarse con el Dios máximo: Ra (Sol).
Leamos una letanía egipcia del mencionado libro: «(Habla el desencarnado) Es así que yo traigo en mi Corazón la Verdad y la Justicia, porque he sacado de él todo el Mal. Yo no he hecho mal a los hombres. Yo no empleé la violencia con mis parientes. Yo no reemplacé por la Injusticia a la Justicia. Yo no frecuenté a los malos. Yo no cometí crímenes. Yo no hice trabajar para mi beneficio con exceso. Yo no intrigué por ambición. Yo no di malos tratos a mis servidores. Yo no blasfemé de los dioses. Yo no privé al pobre de su alimento. No cometí actos execrados por los dioses. Yo no permití que un amo maltratase a su sirviente. Yo no hice sufrir a otro…»
A este pasaje se le conoce como la “Confesión negativa” y en total contempla cuarenta y seis prohibiciones que toda persona debía de evitar a fin de tener una muerte digna. Las correspondencias con los Diez Mandamientos son evidentes en tanto que la moral de ambos textos considera a Dios, a sí mismo y a los demás. Pensemos ahora: ¿Si llegase la hora de nuestra muerte y fuera tiempo de pesarnos, estaríamos en armonía con la Verdad o caeríamos totalmente hacia el lado de nuestros errores? La respuesta es sencilla, ¿reversible?. Morir no es necesario para poner a nuestro corazón en una balanza.