Miguel Ángel Martínez Barradas
El siglo XVI fue particularmente luminoso para la historia de la literatura. Por ejemplo, en Francia, Michel de Montaigne, padre del género del ensayo, nació en el año de 1533, legándonos incontables ensayos sobre todos los tópicos humanos y su famosa y siempre útil sentencia que dice que «la compasión es una virtud, viciosa». Pocos años después, en España, nació Miguel de Cervantes, en 1547, recordado siempre por su “Don Quijote de la Mancha”, obra satírica de caballerías casi imposible de leer hoy en día, incluso por “estudiantes” de letras, pues la ignorancia contemporánea parece ser un problema que se agrava con cada nuevo día en todos los sectores sociales. Tenemos, además, el caso de William Shakespeare, dramaturgo inglés nacido en 1564 y muerto en 1616, un día después que Cervantes; a Shakespeare lo recordamos, sobre todo, por su drama “Romeo y Julieta”. Montaigne, Cervantes y Shakespeare no sólo nacieron en el mismo siglo, sino que hasta hoy se mantienen como los referentes literarios de las lenguas francesa, española e inglesa, respectivamente.
La encumbración de las tres lumbreras literarias antes mencionadas tuvo como consecuencia adversa que otros también grandes espíritus del siglo XVI fueran opacados. Ejemplos nos sobran, pero baste para el presente propósito el caso del poeta inglés John Donne, coetáneo de Shakespeare cuyos poemas amorosos mantienen una vigencia abrumadora, no son menos sus textos introspectivos y religiosos. Donne fue un poeta educado en el catolicismo que durante su madurez se inició como sacerdote anglicano. En vida, se entregó únicamente a dos pasiones: una, la que sentía por su esposa, Anne; otra, la de la literatura, siendo ésta la única que lo acompañaría hasta la tumba, pues su esposa moriría antes que él. A partir del fallecimiento de Anne, la poesía de Donne cobraría un tono mucho más profundo, un sentido místico. Pero antes de abordar la literatura amorosa de Donne, pasemos revista a sus textos introspectivos y, por qué no decirlo, filosóficos, tal es el caso de sus “Meditaciones en tiempos de crisis”, escritas hacia 1623, cuando una terrible enfermedad se introdujo en el cuerpo del poeta.
Las “Meditaciones” reflexionan en torno a la salud y a la enfermedad, y es imposible no encontrar semejanzas con nuestro contexto en el que un terrible virus nos ha mantenido en el mismo estado que a Donne hace quinientos años: la reclusión domiciliaria. De la depresión y ansiedad, de su consciencia de la muerte, nacieron las veintitrés meditaciones del poeta, pero, como su extensión es considerable, revisemos únicamente algunos fragmentos de la primera para que, a manera de espejo, nos leamos en nuestra reclusión: «¡Variable y por lo tanto miserable condición la del hombre! […] Estudiamos la salud, argumentamos sobre nuestros alimentos, nuestras bebidas, sobre el aire, el ejercicio, y tallamos y pulimos cada una de las piedras que componen este edificio, y de esta manera nuestra salud es un trabajo largo y constante, pero en un minuto un cañonazo lo echa todo por tierra, lo derriba todo. Una enfermedad que toda nuestra diligencia no ha podido prevenir, que toda nuestra curiosidad no ha podido contemplar […] Con tanta maestría lo hicimos que ahora no sólo morimos sino que lo hacemos en el suplicio, morimos con el tormento de la enfermedad y ya no sólo eso, además nos afligimos con antelación por esa aprehensión de la enfermedad antes de que podamos llamarla enfermedad […] ¡Oh, perpleja descomposición, oh, enigmático desorden, oh, miserable condición del hombre!»
¿No es, acaso, el suplicio de Donne por la enfermedad, el mismo que el nuestro? ¿No somos nosotros también cuerpos que ya desde antes de haber contraído el mal se sienten enfermos? Dice Donne: variable y miserable condición del hombre; y podemos agregar nosotros: mas siempre la misma. No hay diferencias profundas entre ser un enfermo del siglo XVI y uno del XXI, o de cualquier otra época, el temor es el mismo: la muerte del cuerpo, el dolor del cuerpo. Sin embargo, hay algo que no hemos mencionado y es que las “Meditaciones” fueron escritas en 1623, año para el que Anne, la esposa de Donne, contaba con seis años de haber fallecido. De lo anterior podemos concluir que cuando nuestro poeta enfermó y escribió sus Meditaciones realmente su temor a la muerte era inexistente, pues él, con la pérdida de su amada, de su compañera de vida, también ya había muerto. De su deificado amor por su esposa, nuestro poeta nos dejó estos versos que llevan por título “Éxtasis”, leámos algunos: «Donde una preñada ribera se erguía nos sentamos los dos. Firmemente asidas iban nuestras manos, se entrelazaron las miradas, tejiendo en una doble trenza nuestros ojos. Rizar así nuestras manos era entonces el único medio de hacernos uno, y las imágenes de nuestros ojos fueron nuestra única propagación. Y mientras ahí nuestras almas negociaban, yacíamos como estatuas sepulcrales. Este Éxtasis nos ilumina y nos revela lo que amamos; el amor vuelve a mezclar estas almas diluidas, haciendo de ambas una –ésta y otra–. Tornemos pues a nuestros cuerpos, para que débiles puedan contemplar el amor revelado; los misterios de amor se escriben en el alma, pero el cuerpo es el libro en que se leen».
El poema es mucho más extenso que los pobres versos antes citados y describe al amor desde dos dimensiones, desde la carnal o física, y desde la inmaterial o del alma. En el poema, el par de amantes se dan cita en el campo dejando a sus cuerpos fijos como estatuas, mientras que sus almas se elevan y gozan juntas. El poema de Donne, como muchos otros que nos dejó, es un precedente del romanticismo del siglo XIX. Pensando en las “Meditaciones” y en el “Éxtasis” nos encontramos con que Donne concibe al ser humano como una entidad dual cuya cima más elevada es la del amor. Muerta Anne, nuestro poeta se entregó a una vida de silencio y oración, estando entre sus últimos versos los siguientes: «Desde que la que amé pagó su deuda a la ley natural, y el bien mío ha muerto, y su alma voló al cielo arrebatada, mi mente sólo está en cosas del cielo.» La enfermedad nos llega, el amor se nos escapa, nuestra reclusión es imaginaria.