María Arteaga
De pies a cabeza, todas las características del rostro de una mujer, cada sección de su cuerpo, están sujetas a modificaciones, alteraciones. Esta alteración es un proceso continuo y repetitivo. Es […] la sustancia principal de la diferenciación hombre-mujer, la realidad física y psicológica más inmediata de ser mujer (Dworkin, 1974, p. 114).
¿Ustedes recuerdan esa escena de Miss Simpatía donde Sandra Bullock salía de un hangar caminando súper sexy después de su makeover? La escena, muestra caminando en cámara lenta a la actriz, después de haber sido sometida a un largo proceso “embellecedor” mientras sus colegas de trabajo varones la miran con la boca abierta, desconcertados por la transformación de su compañera, la agente Hart.
En el filme, previo a su makeover, la agente Gracie Hart era una mujer comprometida con su trabajo, que mostraba la suficiente fuerza para combatir con sus compañeros varones en entrenamientos y que prestaba poca atención a su aspecto personal, lo que le traía burlas por parte de sus colegas quienes la consideraban poco femenina, ergo no un sujeto de deseo masculino. Después de este cambio de imagen, donde la protagonista se somete a una larga –y muy dolorosa– sesión de “embellecimiento”, su compañero el agente Matthews (Benjamin Pratt) y quién previo a la transformación había dejado en claro que no la veía como “una mujer”, comienza a sentirse atraído por Gracie y el final del filme nos deja claro su intención de cortejarla.
A riesgo de que mi referencia sea un poco antigua, Miss Congeniality, o como fue conocida en México, Miss Simpatía; fue estrenada por ahí del 2000 y aunque casi 20 años han pasado creo que es una buena referencia para poner el contexto de filmes, series, telenovelas y demás que han forjado el imaginario popular alrededor de lo que se considera una mujer “bella”. En formatos que van desde películas de Estados Unidos (Mujer Bonita, 1995; Despistados, 1995; Ella es así, 1999; El diario de la Princesa 2001; Mi gran boda griega 2002, por decir algunas) hasta formatos más locales (Marimar, 1994, Betty la Fea 1999, su versión mexicana La fea más bella, 2006 o la anglo Ugly Betty, 2006), todos enfocados al público femenino, se explota la idea de la chica fea pero buena onda, que cuando se transforma obtiene fama, reconocimiento y por supuesto, el chico deseado.
Puede parecer intrascendente pero las transformaciones de estas mujeres “invisibles”, “parias” o “indeseables” responden al imaginario popular de las expectativas de belleza en las mujeres, que con más o menos variación, este régimen de regulación femenina se centra en un ideal de belleza universal y homogeneizado que encapsula el dominio de una estética de belleza occidental representada en las innumerables variaciones de la belleza femenina blanca idealizada. Esta idealización de la belleza, no es tan inofensiva como se piensa. Las narrativas nos dejan ver que las mujeres sólo pueden estar empoderadas por medio de la sexualización y la objetivación pero además, que sus cuerpos deben de cambiar en orden de poder atraer y complacer a los hombres.
Es por ello que el pasado el pasado 07 de Julio, la Comisión de Igualdad de Género señaló su intención de voto para prohibir en el país los concursos de belleza por considerarlos una forma de «violencia simbólica» contra las mujeres. El Boletín No.3882 de dicha comisión busca definir primero la violencia simbólica, la cual es descrita como “la expresión o difusión por cualquier medio -ya sea en el ámbito público o privado- de mensajes, estereotipos, valores icónicos e ideas que justifican la subordinación, la desigualdad, la discriminación y la violencia contra las mujeres en la sociedad.” El mismo boletín indica que “la violencia simbólica se ha naturalizado, a partir de las representaciones culturales, lenguaje, arte, teatro, cine, televisión, chistes y bromas”, por lo que la comisión considera que “los certámenes o concursos de belleza son eventos, en este sentido, que exhiben a las mujeres mediante patrones socioculturales y bajo estereotipos de género como un instrumento para enaltecer la concepción del cuerpo de la mujer como objeto. Limitan el desarrollo personal de las participantes” y rematan resaltando que “Las instituciones públicas no podrán asignar recursos públicos, publicidad oficial, subsidios y cualquier tipo de apoyo económico o institucional a la realización de estos espectáculos.”
Es resumidas cuentas, la comisión establece que los estereotipos de belleza y la reproducción de estos en diferentes medios perpetúan una percepción falsamente positiva de la mujer como objeto, lo que constituye una forma de violencia simbólica. El concepto de violencia simbólica se refiere a formas invisibles de dominación que están incrustadas en las acciones cotidianas de las personas, con tal invisibilidad que las personas inmersas no reconocen las desigualdades de poder entre quienes la llevan a cabo. La ejecución de la violencia simbólica impone significados, ideas, prácticas etc., de tal manera que se experimenten como legítimos. Esta legitimidad oscurece las relaciones de poder entre las personas, lo que permite que esa imposición tenga éxito. La violencia simbólica es, por lo tanto, un medio para reproducir jerarquías de género, para reforzar los órdenes de género que privilegian a los hombres y la masculinidad, y para considerar a las mujeres como menos que humanas, sin coerción ni fuerza física (Bourdieu, 2008). La importancia de conceptualizar y reconocer la violencia simbólica radica en que esta es tan poderosa precisamente porque es irreconocible por lo que es, un acto profundamente derogatorio que se presenta como banal.
Si la explicación de la dinámica social no les has quedado clara, a continuación les presento una representación gráfica, la famosa pirámide de la violencia de género. Las líneas punteadas representan los actos de violencia simbólica, que como podemos ver son formas invisibles o sutiles por medio de las cuales se ejerce violencia contra las mujeres. Con ello espero, será más fácil ubicar lo dañino de la violencia simbólica y su lugar dentro de las desiguales en relaciones de género.
Con todo, posiblemente se estén preguntando, ¿qué tienen que ver los concursos de belleza? Sin más dejemos claro que la cultura popular es un medio por el cual aprendemos a relacionarnos con el mundo, por lo tanto, los significados puestos a disposición por las representaciones socioculturales construyen percepciones y entendimientos, así las narrativas audiovisuales en los medios, entre ellos los concursos de belleza, promueven ciertas representaciones de las mujeres. Aunque la industria de los concursos se presenta como una experiencia empoderadora y entretenida en la cultura popular, su existencia como causa y consecuencia de la desigualdad de género es indiscutible. Las representaciones de la mujer dentro de estos espacios constituyen violencia simbólica porque contribuyen a un ideal cultural de atractivo femenino basado en su sexualización además de impulsar una narrativa para que las mujeres se ajusten a una norma particular de feminidad .
Vámonos entendiendo, primero ¿qué eso de la sexualización?, en corto la Wikipedia[1] nos dice que la sexualización “es hacer algo sexual en carácter o calidad o tomar conciencia de la sexualidad”. La sexualización está vinculada a la objetivación sexual porque ocurre cuando “los individuos son considerados como objetos sexuales y evaluados en términos de sus características físicas y sensualidad”.
Es por ello que los concursos de belleza en general y la sexualización en particular, son un tema de análisis y debate político, la sexualización en los concursos reduce a las mujeres a cuerpo, una mercancía placentera cuya lógica celebra las prácticas disciplinarias de la feminidad como “libre elección y placer individual” cuando en realidad se trata de mostrar cuerpos sexualmente disponibles para el placer sexual de los hombres.
Antes de que me vengan a recordar el gran número de mujeres que muestra imágenes de sus cuerpos a través de diversas plataformas de medios sociales, no se trata de negar que las mujeres se sientan empoderadas por el uso y la celebración de sus cuerpos, sino más bien, que los concursos reproducen una feminidad disciplinaria, es decir, una opresión que deja paso a una visión limitada sobre los cuerpos de las mujeres: delgadas, altas, tonificadas, y la mayoría de las veces, blancas. En suma, las actuaciones de género que se llevan a cabo en los concursos de belleza muestran una imagen que normaliza cierta estética como un medio para convertirse en la mujer «ideal».
No podemos dejar de lado que la glamourización de estos cuerpos ocultan el dinero, tiempo y esfuerzo para alcanzar la belleza y las formas en que las mujeres están sujetas a los regímenes autorreguladores de la belleza definida patriarcalmente. Este régimen de belleza se produce y se normaliza como una forma de regulación social a través de los regímenes contemporáneos de belleza: dieta, ejercicio, maquillaje, ropa, incluso cirugías. Todas estas demandas culturales de mejora física perpetúan los roles de género tradicionales, la sumisión femenina y los privilegios masculinos a tener acceso al cuerpo de las mujeres. Aquí la violencia simbólica es evidente, los concursos de belleza se promueven para el consumo del cuerpo de las mujeres mientras se disfraza esto a través de la lente del entretenimiento. Su contenido respalda y promueve explícitamente relaciones de poder estructural y los privilegios masculinos. ¿Quién consume los cuerpos de las mujeres? y si tan empoderador es, ¿por qué no existe un concurso similar con hombres?
Por otro lado, los concursos de belleza también son problemáticos por su planteamiento sobre la relación entre la feminidad definida por el concurso y su reclamo de representación nacional. Además de propagar la idea de una feminidad disciplinada, los concursos tienen la premisa implícita de que la mexicana «ideal» se define en términos de feminidad blanca y heterosexual.
Los concursos de belleza siguen estando irrevocablemente conectados a un ideal puritano particular de sexo y sexualidad; una simplemente no puede imaginar una Miss México[2] mayor de 25 años, casada con hijes y mucho menos soltera con hijes. Quizás me van a decir que X o Y no eran blancas, pero no se dejen engañar, aunque existe una cierta diversidad en las representaciones de las mujeres en los medios, esta diversidad responde más a nuevas estrategias de mercado que a cambios en los paradigmas sociales. La inclusión de lo que se percibe como étnico, especialmente dentro del espectáculo, se ha adaptado para continuar los rituales dominantes de feminidad hegemónica dentro de las nuevas épocas, porque la objetivación de los cuerpos de las mujeres como entretenimiento nunca parece pasar de moda.
Por ahí algunos dirán que los concursos son más que eso, y que van de la celebración de la belleza de las mujeres tanto en lo interior como el exterior. Y esta es otra de las falacias de los concursos, como ya no sólo pueden apelar a lo físico –no es cool sólo juzgar el cuerpo de una chica en bikini, también hay que ver si habla idiomas y va a la universidad– dentro de sus dinámicas existe una articulación implícita de perfección física con «belleza interior”. Los concursos de belleza no sólo son sitios para el cuerpo femenino objetivado, sino que son lugares en los que este cuerpo femenino se articula dentro de los términos de la ideología liberal, como un individuo con opciones y libertades. La promoción de una feminidad idealizada y su sexualización se representa como una falsa elección individual cuando en realidad dicha elección responde a las presiones socioculturales que las mujeres enfrentan.
Si han llegado hasta aquí algo debe quedar bien claro: estos concursos capitalizan un combo muy de moda, la celebración del cuerpo ideal y el empoderamiento individual. Dicho combo es una retórica basada en fantasías particulares de agencia y un ideal femenino como componentes cruciales de la construcción de identidad femenina. En otras palabras, los concursos ofrecen un lugar sensacionalista para la construcción de una identidad femenina neoliberal. La parte de las entrevistas con las concursantes está plagada de declaraciones sobre la autoconfianza, la asertividad, la importancia de las carreras universitarias, el trabajo duro y el esfuerzo para salir adelante. Así, las concursantes representan narrativas neoliberales sobre los derechos de las mujeres, el logro individual, el pluralismo, la autodeterminación y el voluntarismo, que casi nos hace olvidar que la sumisión del cuerpo a una audiencia no es democratizante ni empoderador sino un serio problema sobre la inequidad entre los géneros.
Es ahí donde está el engaño –y la violencia simbólica: en la construcción de una versión particular de la feminidad que resuena con ideologías contemporáneas de transformación personal, celebración del cuerpo y empoderamiento femenino, lo que al final termina como justificación para una objetivación renovada de los cuerpos de las mujeres. La coronación de “reinas de belleza” reafirma las instituciones patriarcales y capitalistas mediante la reproducción de un código de feminidad y una identidad femenina que reafirman las opresiones y dualismos de género que durante tantos años se ha luchado por destruir.
No me atrevería a aseverar que las personas que conforman la comisión son feministas o que al menos, trataban de representar políticas públicas feministas. Lo que sí puedo decir es que el reconocimiento de que los concursos de belleza y todo lo que implica, son formas de violencia simbólica, nos permitirá discernir entre aquellos discursillos de «empoderamiento superficial» que no subvierten las desigualdades de género para comenzar a reconocer y actuar contra formas concretas de la violencia contra las mujeres, su desigualdad en el acceso a los recursos económicos y la toma de decisiones políticas en México.
NOTA:
Aprovecho esta oportunidad para expresar mi rabia contra la ola de feminicidios no sólo en Puebla sino en todo el país. Quiero recordar que esta violencia es cotidiana, es tolerada y es estructural. Tolerada socialmente porque la cultura machista, basada en el patriarcado, en las desigualdades entre géneros, han intoxicado conciencias al grado de aceptar que los ataques sufridos son “nuestra culpa”. Es estructural porque no es una prioridad para las instituciones quienes también minimizan la violencia y se eximen al trasladarla fácilmente al ámbito privado. Es cotidiana porque no hay lugar ni espacios donde no se exprese -aunque en distintos grados y formas-. Quiero gritar fuertemente que no nos morimos: !!!!!nos matan!!!!!.
Referencias:
Bourdieu, Pierre. El sentido práctico. Siglo XXI de España Editores, 2008.
Dworkin, Andrea. Woman hating. New York, NY: Dutton. 1974