Miguel Ángel Martínez Barradas
Cada año celebramos nuestra independencia nacional. Emocionados, gobernantes y gobernados nos reunimos en las plazas públicas buscando el grito liberador que nos hermane, que nos reconcilie, que nos haga semejantes recordándonos que, a pesar de las diferencias, todos nacimos en la misma tierra, en aquella en donde criollos y mestizos hallaron sus coincidencias hace más de doscientos años, obteniendo de esta igualdad la fuerza para expulsar a los tiranos que, con sus añejas gobernanzas monárquicas, habían venido a América con el único fin de acrecentar sus arcas a base de sangre, tortura y guerras. Cada año se celebra nuestra independencia, aunque sepamos que son más las cadenas que nos hemos puesto, que las que nos hemos quitado.
Los intentos por independizar a nuestro país solemos ubicarlos en el siglo XIX, concretamente a inicios, en 1810, cuando se dio el famoso grito de Dolores, sin embargo, esta no fue la primera empresa independentista, pues ya mucho tiempo antes de los tiempos de Hidalgo y de Morelos, otro hombre, venido de Europa, había pisado con espíritu libertario las tierras de la Nueva España, buscaba convertirse en rey de México, pero no de la misma manera que los españoles, sino bajo el cobijo de un espíritu progresista que viera por la abolición de la esclavitud, de la liberación de los negros y del perdón de los indios; el nombre de este redentor cuasi anónimo fue Guillén de Lampart.
Sobre este precursor de nuestra independencia es poco lo que se ha dicho. Sabemos, además de su nombre, que vino de Irlanda al México virreinal en 1640 con los intereses políticos antes mencionados: liberar a los mexicanos y proclamarse como su rey bondadoso, sin embargo, fracasó en su misión secreta debido a los soplones que se le adelantaron. Lampart, era extrovertido, y en alguna de las tantas posadas que visitaba habló de más y mostró las cartas que tenía preparadas para iniciar la revuelta en la capital mexicana; las “orejas”, es decir, los espías del Santo Oficio, lo descubrieron, apresaron y sometieron en una prisión secreta que la Inquisición reservaba para criminales “diferentes”, y Lampart entraba en esta categoría.
Las razones del confinamiento de Lampart en una prisión secreta se debieron no sólo a sus planes conspiracionistas para derrocar al virrey en turno, sino, además, a su pertenencia a una sociedad secreta fundamentada en la ciencia y en la razón, y opositora natural de la iglesia católica. Sobre el nombre de esta sociedad secreta en la que Lampart participó poco se ha dicho, y quien recreó una interesante versión de uno de sus rituales fue Vicente Riva Palacio, intelectual y político del siglo XIX que en su novela “Memorias de un impostor” nos dice de la sociedad secreta de Lampart, lo siguiente: «Al presentarse don Guillén, todos se levantaron y saludaron respetuosamente; él atravesó el salón seguido del conde, y fue a sentarse al sitial de ébano. —Hermanos —dijo el conde con una voz solemne— el día de la luz se aproxima. La luz, que caminando viene desde el cielo, pronto llegará; pero si grande es la velocidad con que se acerca, mayor es la medida de nuestra impaciencia. Recorramos las páginas de nuestra historia: el pasado es negro; pero más negro fue en un tiempo el porvenir para nosotros. La constancia nos ha salvado. ¡Ay de los que desesperaron! más les hubiera valido estar ahora al lado de nuestros mártires. El amor a la ciencia nos reunió; pero la ciencia es la luz, y la luz es la libertad, y en la ciencia hemos visto la libertad, y la libertad comienza en la patria y no hay patria sin independencia. Porque los hijos de un pueblo esclavo, son esclavos. El saber es un crimen para nuestros señores; y nosotros, buscando la fuente de la sabiduría, hemos tenido necesidad de encerrarnos en el misterio y en la oscuridad. He aquí el principio de nuestra sociedad secreta.»
Fue por esta adhesión a una sociedad secreta que la Inquisición encerró a Lampart en una de sus cárceles ocultas, mismas que se mantendrían vigentes en el siglo XIX, en el que el movimiento independentista se vió motivado por Hidalgo y Morelos, pero, además, por dos sociedades ocultas: los Guadalupes, y la Sociedad de los Caballeros Racionales de Jalapa. A la primera de estas sociedades secretas la conformó un grupo variado de hombres y de mujeres dedicados, principalmente, a labores de espionaje; por otra parte, a los Caballeros Racionales pertenecieron únicamente varones que imitaban a las sociedades masónicas de Cádiz y que mediante el contrabando con piratas de Veracruz, conseguían armamento de alto calibre para las tropas insurgentes. Con la muerte de Morelos, en 1815 ambas sociedades secretas se desunieron.
Guillén de Lampart, los Guadalupes y los Caballeros Racionales son tan sólo tres ejemplos de sociedades secretas que han participado en la historia de nuestra nación, la cual, en su ansia de independencia ha equivocado su rumbo. Cada año nos congregamos para celebrar nuestra independencia, ¿pero es que qué tanto de esa independencia es verdadero? Dejó asentado Riva Palacio que los hijos de un pueblo esclavo son esclavos, y tal parece que no erró en su visión. Diariamente atestiguamos nuestra creciente dependencia a los bienes materiales y a cuanta banalidad podamos imaginar; antes la sociedad era feliz entregando su voluntad al televisor, y hoy, al entretenimiento por internet. ¿Independencia? En esta sociedad no hay espacio para la razón, ni para la cordura. Los individuos aceptan gustosos los ‘lavados’ cerebrales, al tiempo de que culpan al gobierno por sus carencias, por sus frustraciones. Si Guillén de Lampart fracasó, es porque erró en lo mismo que los Guadalupes y que los Caballeros Racionales, el fallo fue buscar la independencia en el mundo externo, cuando ésta es únicamente posible en lo privado e interior. Los filósofos griegos, desconfiados de toda forma de gobierno, inventaron la propia, la llamaron autarquía y consiste en el gobierno de uno mismo y para sí mismo. Si se busca celebrar la independencia, debe ser la que la autarquía otorga, pues al ser la independencia sinónimo de libertad y ésta, a su vez de felicidad, no puede buscarse en las instituciones. La autarquía, terminemos diciendo, es la única independencia para esclavos.

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