Miguel Ángel Martínez Barradas
Leer es conocer. El conocimiento no es libertad, pero conduce a ella. Decía santa Teresa de Jesús: «Lee y conducirás, no leas y serás conducido». No saber leer es condenarse, y leer mal, también. Las políticas públicas contemporáneas permiten el acceso a la educación para el grueso de la población, y las herramientas que internet brinda facilitan la formación autodidacta de manera tan provechosa que los modelos educativos, tal y como los conocemos, podrían comenzar a tambalearse. Con lo dicho aquí, pareciera que vivimos en tiempos gloriosos de sociedades ilustradas, pero no es así, y más que estar contento por las posibilidades de educarse, el pueblo se siente temeroso e incluso ofendido cuando le piden que se perfeccione; da la impresión de que es feliz en su miseria. Si nuestra sociedad actual es deplorable no es tanto por un designio adverso del hado, tampoco porque sea víctima de las injusticias sociales, sino porque no lee, y cuando lo hace, lo hace mal. Para una considerable mayoría es más placentero ser conducidos, que conducir, pero lo que ignoran es que van directo al matadero.
Saber leer no se reduce a la simple comprensión de los caracteres que juntos forman palabras, oraciones y párrafos, saber leer va mucho más allá del sentido literal de las palabras, saber leer es comprender lo que no está escrito a través de lo que está dicho explícitamente en el texto; así, la lectura se torna en un ejercicio de leernos a nosotros mismos a través de lo que otros han escrito. Leer es buscar lo no dicho en lo dicho y por eso es una empresa ardua, pero reveladora. Su paradójica luz está en las profundidades insondables del sentido, y no en la fría superficie en que los signos del lenguaje se encadenan. Los buenos lectores buscan el fondo de la significación, los malos se satisfacen quedándose arriba, en lo superficial, y mientras que a los buenos lectores se les podría llamar buscadores, los malos podrían ser referidos como analfabetas funcionales, pues si bien son capaces de decodificar los caracteres alfanuméricos, es únicamente con una finalidad práctica similar a la que un esclavo de cualquier época desempeñaría.
Aprender a leer lo que está oculto es un proceso tan extenso como la vida humana e inicia cuando el individuo halla en sí mismo atisbos de consciencia, sin este “darse cuenta” es imposible aprender a leer; se comienza este aprendizaje en la adolescencia o en la edad adulta, pero difícilmente antes. Caso contrario es el aprender a leer superficialmente, es decir, a decodificar los caracteres alfanuméricos, pues este saber será más provechoso cuanto menor sea la edad del aprendiente, así, lo más usual es que sea en la infancia cuando, generalmente por costumbre y en contra de la voluntad propia, son presentadas las letras, números y signos que habrán de convertirse en peldaños hacia la libertad, o en atajos a la perdición personal.
Explicado esto cabe la pregunta: ¿cómo enseñar a leer? La educación avanza, las metodologías buscan su perfeccionamiento, pero las bases deberán de ser siempre el punto de partida. En el caso de México, que se mueve a un paso tan lento como el de sus orugas, la enseñanza de la lectura se realizaba durante el pasado siglo con un libro bello, simple y complejo al mismo tiempo, se trata de las “Rosas de la infancia” de María Enriqueta Camarillo, mujer intelectual y dada a las artes, nacida en Veracruz, que en 1912 publicó el primero de sus seis volúmenes de cuentos, cuya aceptación fue tal, que la misma Secretaría de Educación Pública los convirtió en el método por excelencia para que los niños aprendieran a leer. A propósito de esta noble labor, María Enriqueta nos dice en el primer volumen:
«Abrid estas páginas con alegría, porque en ellas vais a encontrar historias interesantes que han de divertiros mucho. Algunos de esos cuentecillos han salido de mi imaginación […]; otros, bellos y frescos como rosas, han sido recogidos por mi mano en los huertos ajenos, para maravillar vuestros lindos ojos. […] Abrid el libro y leed […] abrid este libro, y veréis, veréis cuánta maravilla… La puerta está entornada, queridos pequeños, empujadla suavemente, y entrad. Tomad asiento, y dejad que levante el telón vuestra devota amiga, María Enriqueta»
Así empieza el primero de los seis tomos de las “Rosas de la infancia”, libro esplendoroso para la alegría de los pequeños que han sido invitados a abrir el libro, a empujar suavemente la puerta que habrá de llevarlos más allá de sí mismos y ante un texto que sin letras puede ser leído: el mundo, el cual, lejos de la luminiscencia de la infancia, es oscuro y hostil, o al menos así es en la poesía de María Enriqueta, mujer que al mismo tiempo que escribía libros de luz para los pequeños, hacía versos de tinieblas para ella misma: «No busques en mis versos las frescas rosas y las siemprevivas. Mi musa ama lo que entre el polvo yace amortajado. Mi musa anda errante por oscuras avenidas donde el viento solloza sus tristes alegrías. Anda cavando tumbas para las hojas muertas. Ella busca las neblinas, las sombras de las cosas. Mis versos son el nido en que tengo escondidas muchas cosas ya muertas. ¡Dejad que yo recoja de la floral orgia, los pétalos caídos y las flores holladas y marchitas!…»
¿Qué sucedió? ¿Cómo, dentro del luminoso genio de María Enriqueta, es que habitan simultáneamente las esperanzadoras “Rosas de la infancia” y las flores holladas y marchitas? Los más grandes espíritus son tormentosos e indescifrables. María Enriqueta destacó en las letras, la música y el dibujo, y fue la primera mexicana en convertirse en candidata al Nobel de literatura, no lo ganó, y su trascendencia ha sido más subterránea que gloriosa, pues hoy, del olvido sólo la salvan sus “Rosas de la infancia”, rosas místicas que enseñaban primero a los niños a leer en sus pétalos para después, seducidos, descenderlos hacia su espinoso tallo, dejando ver que la vida es una flor que a veces deleita y otras lastima, y que si la felicidad aguarda será sólo a quienes ávidos de lectura han decidido realizarse como buscadores descendiendo por el tallo espinoso hasta la raíz enigmática y eterna, cuyas formas son inaccesibles para los analfabetas funcionales.