La lectura es una labor que se realiza despacio y no con gran prisa ni con el tiempo medido como algunas campañas publicitarias nos quieren hacer creer, que reducen a la lectura a números fríos y vacíos.
«Hay que leer al menos treinta minutos al día. Sesenta páginas por hora es el tiempo máximo de lectura con el que se debe de cumplir. Veinticuatro libros anuales como mínimo es lo que un lector promedio debe de consumir. Los audiolibros son una razonable alternativa», mentiras como éstas son las que frecuentemente escuchamos cuando los medios de ‘comunicación’ nos ‘aconsejan’ que leamos; sin embargo, y es que es cierto, es necesario leer, pero irónicamente nadie nos dice qué leer.
Leer es una labor porque implica un esfuerzo, un trabajo, no sólo para comprender lo que los signos nos dicen en su superficie, sino también lo que las palabras nos hablan en su fondo, pero, además, lo que nos permiten leer de nosotros mismos, y es que cuando leemos, nos estamos leyendo a nosotros, y por eso cuando leemos cualquier libro y regresamos a él en uno, cinco o diez años no es una relectura la que hacemos, sino, nuevamente, un primer acercamiento, pues ya no somos los mismos de aquel entonces. Si se entiende que leer es un acto de insurrección en contra de uno mismo por el autoconocimiento que implica, es absurdo asegurar que esta revuelta del espíritu se pueda ajustar a treinta minutos, sesenta páginas o veinticuatro volúmenes.
Responder a la pregunta de qué leer y a fin de demostrar el absurdo que implica el intentar cumplir con las estadísticas que los ‘expertos’ han diseñado para quienes ‘deben de’ convertirse en lectores, se proponen a manera de ejemplo dos libros, ambos del mismo autor: Cantos de la inocencia y Cantos de la experiencia. El primero apareció en el año de mil setecientos ochenta y nueve y el segundo es de mil setecientos noventa y cuatro, es decir, cinco años después. ¿Su autor? William Blake, poeta londinense, cuya vida, como la de todo genio, ocurrió en una realidad dividida entre simbólicos sueños y misteriosas revelaciones, las cuales comenzaron a suceder cuando Blake era tan sólo un niño y fue testigo de una procesión de ángeles iluminados y bellos, cuyos pies flotaban sobre el suelo.
Las experiencias epifánicas de Blake lo acompañaron toda su vida. La más explícita fue, quizás, aquella en la que a mitad de la noche vio la cabeza de Cristo en la ventana de su habitación. ¿Qué fue lo que la divinidad buscaba confesarle? La respuesta existe oculta en la obra pictórica de Blake, pero también en sus poemas, en sus Cantos de la inocencia y de la experiencia y que son de los que por ahora nos ocupamos, pero no los leamos en orden (leer ‘ordenadamente’ es también idea de los expertos), sino que comencemos por el final, por el último poema de los Cantos de la experiencia, llamado ‘Una imagen divina’, y que, en su brevedad, dice así:
“La Crueldad tiene corazón humano y los Celos un rostro humano. El Terror es la Humana Forma Divina y el Misterio, el ropaje humano. El Ropaje Humano es hierro forjado. La Forma Humana, una fragua ardiente. El Rostro Humano, un horno sellado. Y el Corazón Humano, su garganta hambrienta”.
Desde la perspectiva de los expertos en lectura, este poema no sirve, pues no sólo se lee en menos de treinta minutos, seguramente en tan sólo un segundo con sus innovadoras técnicas de lectura rápida, sino que tampoco es suficiente para completar los veinticuatro libros anuales recomendados; sin embargo, si como lectores nos entregamos a desentrañar su significado poético, simbólico y aun teológico de cada verso, constataremos la trampa que Blake nos ha tendido como lectores, misma que hace que este pequeño poema requiera de varias horas, incluso días, meses o años, para ser comprendido y asimilado provechosamente. Hecho que, lamentablemente para los expertos, rompe con las reglas del buen lector, pues el tiempo de Blake no es el mismo que el de los mortales. Y es que, mientras que el nuestro está medido por horas, minutos y segundos, el del poeta corresponde a lo atemporal, infinito y sagrado.
Pero la complejidad de este poema no se detiene en estos versos, sino que se extiende hacia el pasado, en el anterior poemario intitulado Cantos de la inocencia (nuevamente hemos leído en desorden; ¡misericordia, expertos de la lectura!), que nos ofrece un poema con el idéntico título, ‘Una imagen divina’, y que dice así:
“A la Misericordia, Piedad, Amor, Gracia, todos ruegan en desdicha; y a estas virtudes amables devuelven su gratitud. Pues Misericordia, Piedad, Amor, Gracia es Dios, nuestro padre amado, y Misericordia, Piedad, Amor, Gracia es el Hombre, hijo y desvelo. Gracia, corazón humano, piedad, rostro humano tiene, amor, sacra forma humana, y Paz, humano atavío. Así el hombre en todo clima que reza en su adversidad, reza a lo humano divino, Misericordia, Piedad, Amor y Gracia. Y han de amar la humana forma, en gentil, turco o judío; donde Amor y Gracia habitan, allí habita Dios también”.
¿Qué es lo que hemos leído? El mismo poema, pero desde su reverso. ¿Es posible, acaso, comprender su sentido en tan sólo treinta segundos? La imagen divina de los Cantos de la inocencia es la misma que la de los Cantos de la experiencia, la figura humana, sin embargo, mientras que en los poemas de la inocencia ésta nos es presentada como criatura virtuosa, en los de la experiencia se nos revela como objeto del vicio y, por ende, del egoísmo.
Si el Blake que escribió en el año de mil setecientos ochenta y nueve no era el mismo que el de mil setecientos noventa y cuatro, ¿qué nos hace pensar que como lectores somos inmutables y eternos?
La lectura es una labor que se realiza despacio. Y si leer es un encuentro con uno mismo es menester, entonces, decidir en dónde queremos buscarnos: si en la ‘Imagen divina’ de Blake como lectores lentos, o en las insulsas técnicas de los expertos que nos aseguran el ‘éxito’ con tan sólo treinta minutos de lectura al día.
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