Blanca Alcalá Ruiz
Una trágica y odiosa realidad es la que nos revelan los datos de ONU Mujeres. Cada año son asesinadas 87 mil mujeres y niñas en el mundo; 63 de cada 100 mujeres de 15 años o más en México han padecido algún tipo de violencia a lo largo de su vida, y un registro creciente de feminicidios, hasta de 137%, en los últimos cinco años.
Ayer se conmemoró el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y dio inicio una campaña de activismo en todo el mundo para exigir la prevención y eliminación de la violencia contra las mujeres y las niñas. La campaña que se extiende hasta el próximo 10 de diciembre, Día Internacional de Derechos Humanos, surgió en 1991, como una estrategia impulsada por personas y organizaciones en todo el mundo. Con el paso de los años ha cobrado, afortunadamente para la causa, una mayor sinergia entre la sociedad. Desafortunadamente, ante la dolorosa realidad, cada día se hace más necesaria su vigencia. Tan solo en nuestro país las cifras de muertes violentas de mujeres son preocupantes: 411 casos de feminicidios en 2015; 605 en 2016; 741 en 2017; 892 en 2018, alrededor de mil en 2019. Y de enero a septiembre de 2020, más de 700 víctimas.
Estas conmemoraciones son un ejemplo de la paradoja. Lo ideal sería que nunca se hubiese necesitado crearlas. Lo malo es que los problemas están ahí, son reales y de gran envergadura: es urgente atenderlos y erradicarlos. Muchas causas les dieron origen, una sociedad patriarcal, desigual, en la que la ropa sucia se lavaba en casa, y te pego porque te quiero. Con el paso de los años se han modificado algunas concepciones, pero no así sus consecuencias. Hoy, la ley reconoce la igualdad entre el hombre y la mujer. La participación femenina está presente, prácticamente, en todos los ámbitos de la sociedad; su contribución a la economía del país y de sus hogares es innegable; su acceso a la educación, también; sin embargo, el uso de la violencia contra las mujeres persiste en la sociedad como si ello fuera parte de la normalidad.
En la mayoría de los países, el principal riesgo de violencia sexual para las adolescentes procede de su pareja o expareja, novios o compañeros sentimentales. Es común, en muchos matrimonios, que el agresor sea el esposo. Y esto ocurre con la misma frecuencia en las grandes ciudades que en comunidades pequeñas; entre parejas de profesionistas y entre las de baja escolaridad.
En nuestro país, y en el mundo, la sociedad no solo ha ignorado la violencia, sino incluso ha tolerado esta cruel realidad que habla de la condición más animal entre los animales. Algunos sucesos se han hecho visibles y, de manera deplorable, las historias son cada vez más impactantes. Tales son los casos de la pequeña Jazmín, de apenas siete años de edad, abusada sexualmente, y el de Ingrid, cruelmente asesinada por su pareja. Dos hechos desgarradores que conmovieron a la sociedad mexicana. En el fondo, lo que debe alarmarlos son los miles de casos similares que suceden en el anonimato. Y que hoy, en la reclusión forzada de sus hogares por la pandemia, muchas mujeres viven la violencia como parte de su cotidianidad.
En los meses posteriores a la adopción de medidas de confinamiento y distanciamiento social, las llamadas a las líneas de denuncia en el país aumentaron en 60%. Una de las amargas enseñanzas de la COVID-19, según declaró Phumzile Mlambo, Directora Ejecutiva de ONU Mujeres con ocasión de este día, es que “el hogar no es un lugar seguro para millones de mujeres y niñas”. Muchos casos no se denuncian y los agresores quedan impunes.
Sorprende que todavía, en más de la mitad de los países del planeta, se carezca de leyes que tipifiquen explícitamente como delito la violencia conyugal o que se basen en el principio del consentimiento. Las expertas advierten que, además de la relevancia de considerar la violación como un delito, lo más importante es que la víctima sea la parte más importante de la respuesta, que sea atendida, y que los agresores rindan cuentas. Urge reforzar la capacidad de los organismos especializados en hacer cumplir la ley; apoyar a las sobrevivientes; dotarlas de asesoramiento legal, y acompañarlas en sus necesidades sociales y económicas para que se sobrepongan a las situaciones que han vivido y puedan salir adelante.
Asombra en este sentido que, a pesar de las miles de mujeres afectadas, de otras tantas movilizadas, de las voces que se alzan sobre el tema, de los compromisos internacionales asumidos y de lo triste de historias como las de Ingrid o Jazmín, en México se haya optado por reducir partidas, desaparecer programas, guardar silencio o simplemente decir que se tienen otros datos. ¿Cuántas marchas más? ¿Cuántas Ingrid más serán necesarias para atender con seriedad y contundencia la terrible y odiosa realidad de la violencia contra las mujeres?
Foto: Jafet Moz
Comments 1