Miguel Ángel Martínez Barradas
En este siglo tan “avanzado” en el que vivimos, nadie está obligado a creer en nada, y quizás por ello existan más crédulos que creyentes, entendiendo por “crédulos” a quienes se entregan a tal o cual idea sin detenerse a meditarla ni a cuestionarla, y sabiendo que son creyentes quienes, después de un minucioso ejercicio reflexivo, han adoptado por norma de vida a determinado sistema moral. Tanto los crédulos como los creyentes pueden estar entregados a ideas científicas como espirituales, pues el acto de creer en algo no debe de someterse forzosa y exclusivamente al ámbito de lo religioso, verbigracia, Aristóteles creía en la supremacía del pensamiento lógico por sobre el religioso, caso contrario fue su maestro, Platón, quien creía que por encima de la dimensión religiosa nada podía existir.
Los crédulos son ignorantes que ignoran su ignorancia. Pueden ser religiosos y/o cientificistas, y si ellos creen que saben, es porque su información viene de videos, imágenes y/o textos que han sido difundidos vía televisiva o en la red. Los crédulos son pasivos, no investigan, tan sólo aceptan lo que alguien más les muestra. Los creyentes, por el contrario, son ignorantes que no ignoran su ignorancia. Pueden ser religiosos y/o cientificistas y si ellos saben es porque han llevado su raciocinio hasta los límites de sus capacidades. Son intelectualmente activos, y distinguen el terreno por el que es preciso encauzar sus ideas sin mezclar, imprudentemente, conceptos ni apreciaciones.
El nacimiento del pensamiento científico no es reciente, existe ya en las civilizaciones precristianas, sin embargo, no podemos negar que la Ilustración francesa (siglo XVIII) es un motivante para el pensamiento racionalista. Diderot, Rousseau, Montesquieu y Voltaire, por ejemplo, impulsaron el desarrollo de la ciencia, misma que si bien hoy en día nos ha provisto de útiles herramientas para la vida diaria, también se ha convertido en semillero de ignorancia por quienes, abusando de las libertades conquistadas, han pervertido sus lineamientos, y así como tenemos a quienes se han aprovechado del discurso religioso para engrosar sus bolsillos, tenemos a quienes han seguido el mismo camino, pero con la bandera de la “razón”.
Del tiempo y lugar de los Ilustrados parisinos, pero menos favorecido en el dominio de la filosofía es el Marqués de Sade, quien ha sido mayormente reconocido por sus textos libertinos en los que el desenfreno de la perversidad sexual es la brújula de la narración. Sin embargo, no todos sus textos persiguen la satisfacción del cuerpo, al menos no explícitamente, tal es el caso del “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo” (1782), escrito por su autor en prisión, y que, a pesar de que el Marqués se encontraba en una edad madura (tenía cuarenta y dos años), la debilidad de sus proposiciones en el sentido de la “creencia”, al menos en este texto, saltan a la vista. El texto representa un diálogo entre un moribundo libertino, ateo y cientificista por supuesto, y un sacerdote; y de entre la variedad de ideas podrían rescatarse las siguientes:
«(Habla el moribundo) Fui creado por la Naturaleza con los más intensos apetitos y las más ardientes pasiones. Fui cegado por lo absurdo de tus doctrinas. Tu Dios procedió a hacer torcido el mundo simplemente para tentar y poner a prueba al hombre. ¿No conocía, pues, a su criatura? ¿E ignoraba el resultado? Estudia la Física y entenderás mejor la Naturaleza; aprende a pensar con claridad, desecha tus ideas preconcebidas y no tendrás necesidad de este Dios tuyo. Es imposible creer en Dios, en lo que uno no entiende. Debe haber siempre una conexión obvia entre entendimiento y creencia. Cualquier cosa que esté más allá del entendimiento humano o es ilusión o es capricho ocioso. Muéstrame que la Naturaleza no se basta a sí misma y gustosamente te permitiré asignarle un Señor. Me convenzo solo con evidencia y la evidencia la proveen solo mis sentidos. Has confundido mi mente, te debo no gratitud sino odio. Mi alma es una consecuencia de mis órganos y sólo necesita paz y filosofía. Si fuese cierto que el Dios que predicas realmente existe, ¿necesitaría Él de milagros, mártires y profecías para establecer su reinado? Haz a los demás tan felices como tú mismo querrías y nunca les depares más mal que el que tú mismo querrías ser deparado. El único requerimiento es un buen corazón.»
A primera vista, los argumentos del moribundo lucen convincentes, dignos de ser considerados e, incluso, adoptados, sin embargo, leído detenidamente, en el diálogo son evidentes algunas contrariedades. El discurso del moribundo inicia con una contundencia escéptica que es casi nihilista, pero a medida que avanza muta a una exposición casi evangélica en el que la felicidad y el buen corazón son la meta de la vida humana. ¿Qué no era la satisfacción de los sentidos con que nos dotó la naturaleza? ¿Y que no había dicho, además, que él odiaba al sacerdote? Además, durante su diatriba en contra de la fe, termina reconociendo que tiene un alma y que el hombre está obligado a servir y respetar a su monarca y a su patria. ¿En dónde queda la razón entonces? ¿No fueron los ilustrados los primeros en levantarse en contra de la tiranía? El moribundo, al inicio, muestra las dotes de la creencia, pero termina ahogado en el fango de la credulidad.
Una pertinente pregunta se hace a la mitad del diálogo «¿No es más ciego el que pone una venda sobre sus ojos, que aquél que se la quita?». ¿En estos días en los que los ignorantes tienen derecho a la palabra, qué estamos haciendo con nuestra venda? Todos nos entregamos a las tinieblas de la ignorancia, pero no son las mismas las de la creencia que las de la credulidad. ¿Existe Dios, la trascendencia después de la muerte, la supremacía de la naturaleza? Poco importa si somos crédulos, pero mucho dice si somos creyentes, ¿en la fe o en la ciencia?, dependerá de si hemos elegido ser sacerdotes o moribundos; sin embargo ninguno es mejor o peor que el otro, sino caras opuestas de una misma moneda y que aún se mantiene en el aire.