Miguel Ángel Martínez Barradas
Un muy antiguo filósofo estaba seguro de que el temor a la muerte es absurdo, pues cuando estamos vivos, ella está ausente, y cuando finalmente se presenta, nosotros ya nos hemos retirado; así, nosotros y ella, si nos conocemos, es sólo de oídas. ¿Pero, entonces, si no conocemos a la muerte, por qué le tememos tanto; por qué el fallecimiento de quienes amamos nos desata sufrimiento; por qué evitamos hablar de ella como si su sola invocación fuera sinónimo de un mal presagio? De manera apresurada podríamos responder que la muerte tiene por antesala al dolor, y es por éste que tratamos de evitarla a toda costa. ¿Pero es realmente a la muerte a lo que le tememos tanto; o sería posible, acaso, considerar que estamos confundidos y que nuestro miedo es en verdad a algo más, digamos, a la vida? ¿Nuestro miedo es miedo a la muerte o miedo a la vida? Pues, regresando a las palabras del filósofo, ¿el sufrimiento sucede cuando se vive o cuando se muere?
Todas las noticias verificables que tenemos hasta hoy sobre el dolor y el sufrimiento nos indican que estos estados ocurren mientras se está vivo; cierto, algunos han hablado del dolor post mortem de las almas, pero esto no es corroborable, al menos no en nuestra condición actual. Regresando a la muerte, ¿además del sufrimiento que implica (o eso suponemos), qué más nos preocupa de ella, será acaso la pérdida de los bienes materiales, o el sentimiento de soledad que prevalece en ‘los que se quedan’; será quizás el hecho de que para morir, generalmente, hay que enfermar gravemente y es ésta enfermedad del cuerpo la que nos aterroriza? ¿Por qué le tememos tanto a quien, por ahora, está ausente?
“La muerte” (1913), de Maurice Maeterlinck, es un ensayo que responde a las anteriores preguntas diciendo que no es a la muerte, sino a la vida que confundimos con la muerte, a lo que tanto tememos, pues es en la vida, y no en la muerte, en donde las enfermedades ocurren, en donde el cuerpo se marchita, en donde la soledad se muestra, en donde el sufrimiento y el dolor estallan hasta consumirnos, y si la muerte tiene algo que ver, es tan sólo como destino inevitable de todos cuantos poseen cuerpos animados. A la muerte, dice Materlinck, solemos confundirla con lo que ocurre antes de ella (la enfermedad, el dolor), y aún después (la soledad, la ausencia), pero de ninguna manera éstas son condiciones de la muerte, pues ésta es tan sólo una frontera, un límite (¿sagrado o mundano?, no hay respuesta) entre el mundo y la región del silencio.
Del ensayo de Materlinck, rescatemos: «La muerte es nuestro propio término y todo pasa en un intervalo que media entre ella y nosotros. No hay más duración, no hay más realidad verdadera, que la que existe entre una cuna y una tumba. La dejamos en las manos sombrías del instinto y no le concedemos ni una hora de nuestra inteligencia. No pensamos en ella más que cuando ya no tenemos fuerza, no diré para pensar, sino para respirar. Sería saludable para cada uno de nosotros prepararse una idea sobre ella en la claridad de los días y durante la fuerza de su inteligencia. Aprendamos a verla tal como es en sí misma, libre de los horrores de la materia y despojada de los terrores de la imaginación. No le imputemos las torturas de la última enfermedad. Las enfermedades no tienen nada de común con aquello que les pone fin. Las enfermedades pertenecen a la vida y no a la muerte. Llega la muerte y, al instante, se la agobia con todos los males ocurridos antes de su llegada. Lo que nosotros tememos más, es la lucha abominable del fin.»
Las ideas anteriores contienen razonables argumentos. Si reflexionamos en la muerte, generalmente, lo hacemos cuando ya es tarde, es decir, cuando estamos viejos y la mente falla, o cuando la vida nos tiene sometidos a sus inexplicables pruebas y es imposible hallar cualquier claridad. La enfermedad no pertenece a la muerte, como tampoco el crimen, pero estos hechos, por su violencia, solemos atribuírselos a ella. A pesar de que la muerte ha estado presente desde siempre, continúa siendo un tabú entre nosotros y son contados quienes reflexionan no sólo en torno a la muerte del otro, sino aún en la propia. Que todos vamos a morir es incuestionable, que todos mediten en ello es una falacia. Erróneamente le tememos a la muerte, cuando debería de ser a la vida, en todo caso, de quien deberíamos de cuidarnos.
Y sobre el querer vivir mucho dice Maeterlinck: «A medida que la ciencia progresa, se prolonga la agonía. Todos los médicos piensan que su primer deber consiste en prolongar lo más posible las convulsiones más atroces de la agonía desesperada. Todo eso no tiene nada que ver con la muerte. No es la llegada de la muerte lo que es espantoso, sino la partida de la vida. No es la muerte la que ataca a la vida; es la vida la que resiste a la muerte. Llegará un día en que la vida, siendo más sabia, y sabiendo que su obra ha terminado, se retirará silenciosamente. Cuando el médico y el enfermo hayan aprendido, no habrá ninguna razón ni física ni metafísica, para no considerar que la llegada de la muerte es tan bienhechora como la llegada del sueño.»
Lo que duele no es la muerte, sino el aferrarse a la vida. Desear que nada desaparezca es engaño. Vida y muerte no son opuestos, sino etapas de la generación y de la regeneración. ¿Queremos vivir por siempre? ¿Queremos que los demás vivan por siempre? ¿Para qué? Negar la muerte es egoísmo, no querer ceder nuestro sitio es egoísmo; querer que la vida se ajuste al “yo” es egoísmo. La muerte no es dolorosa (son nuestras ideas), tampoco, un castigo (la vida tampoco lo es), es la conquista de la materia entregándose a lo desconocido, es la semilla anhelando la putrefacción del fruto, es el dios hecho carne y la carne hecha gusano, es el gusano–dios–hombre transmutado en hierba y cuya única función en esta inexplicable maquinaria llamada mundo es nacer, contemplar y ceder. Para asegurarnos la plenitud propia y la libertad ajena, baste con que es suficiente no resistir, sino morir.