Miguel Martínez Barradas
Juan el evangelista refiere que el primer signo (milagro) de Jesús fue el siguiente: en una ocasión en que se realizaba una boda en la tierra de Caná, el vino escaseó. María, percatándose de la preocupación de los jóvenes y pobres novios, favoreció la intervención de su hijo, quien ordenó lo siguiente: “Llénense seis tinajas con agua”. Cumplidas sus palabras, seiscientos litros de vino alegraron el enlace amoroso de los de Caná. Hasta aquí el relato de Juan, sin embargo, la lectura atenta de los evangelios nos permite ver que ésta no es la única referencia milagrosa al vino, y es con seguridad la ‘Última cena’ el signo crístico más misterioso de todos, pues la sangre del Ungido se tornó en la misteriosa bebida que años antes alegró la fiesta del amor.
Las tradiciones grecolatina y judeocristiana han concebido al vino como un símbolo de lo sagrado. Los griegos, por ejemplo, son hoy famosos por sus fastuosas orgías dedicadas al dios del vino (Dioniso), fiestas en las que no sólo se perseguía al placer, sino que se celebraba a la fertilidad humana y del mundo. Por el contrario, en el caso de las religiones judeocristianas, el vino es un símbolo de la inmortalidad en la vida eterna, la embriaguez no es otra cosa que una comunión con Dios. Aquellos que prueban el vino divino viajan de regreso hacia el origen de todo cuanto ha sido creado. Sin embargo, no nos confundamos, este vino no es el que se comercia en botellas, ni el que se bebe en copas de vidrio, es más bien un vino mistérico, indefinible por su naturaleza, pero que podría resumirse a una sola palabra: Revelación.
Definiciones de este vino revelador tenemos muchas, algunas son breves y otras, extensas, comencemos por las primeras: el teólogo Orígenes dice: «este vino es la alegría, el Espíritu Santo, la Sabiduría y la Verdad». El místico persa Bayazid de Bitsham añade: «Yo soy el bebedor, el vino y el escanciador. Dentro del mundo de la Unificación todos somos uno». Rumi, poeta místico, canta: «Antes de que en este mundo hubiera un jardín, vino, viña, uva, nuestra alma estaba embriagada de un vino inmortal». Platón, el filósofo de Atenas, dijo sobre Dionisos y el vino que: «A través del vino este dios tiene el poder de purificar y de dar una especie de delirio que prepara para la Sabiduría; el vino es la alegría de los mortales».
Resumamos: la embriaguez del vino es alegría, sabiduría, verdad, ¿acaso estas concepciones paganas y orientales no se corresponden con el vino de Caná y de la Eucaristía? Sabemos, ahora, la complejidad de este símbolo líquido, sin embargo, sobre el lugar en el que podemos encontrarlo no hay nada cierto, pues aunque el vino mistérico ha fluido desde siempre a las copas (que somos nosotros), no todos hemos sabido hallar la manera de llenarnos con él. Sobre la experiencia iniciática que el vino representa para nosotros los “hombres–copas”, nada mejor que citar algunos versos de “El elogio del vino” de Ibn al-Farid, poeta musulmán egipcio del siglo XIII que renunció a las riquezas materiales para dedicarse a la vida del silencio en el desierto. De los versos de este elogio, rescatemos los siguientes:
«Hemos bebido a la memoria del Bienamado un vino que nos ha embriagado antes de la creación de la viña. De él, el tiempo ha conservado tan poco, que es como un secreto oculto en el fondo de los corazones. Aquel que sostiene la copa, la palma untada de este vino, no se extraviará en la noche; sostiene un astro en la mano. Me dicen: «Descríbelo, tú que estás tan bien informado de sus cualidades». Sí, en verdad, sé cómo describirlo. Es una limpidez y no es agua, es una fluidez y no es aire, es una luz sin fuego y un espíritu sin cuerpo. No ha vivido, aquí abajo, aquel que ha vivido sin embriaguez y éste carece de entendimiento si no ha muerto por su embriaguez. Que llore sobre sí mismo, el que ha perdido su vida sin tomar de él su parte.»
El poema es muy extenso para incluirlo aquí y muchas ideas valiosas sobre este vino esplendoroso se nos escapan, sin embargo, es preciso dejar por ahora la dicha que la embriaguez de este vino provoca para dar paso a otro de una cepa más tóxica, se trata del vino mundano, aquel que no tiene correspondencia directa con el de Caná ni con el de la Eucaristía, mucho menos con el de Ibn al-Farid; se trata del “Vino del asesino”, del poeta Baudelaire, y cuyos versos cantan así:
«Mi mujer está muerta, ¡soy libre! Puedo, pues, beber hasta el hartazgo. Cuando regresaba sin un sueldo, sus gritos me desgarraban los nervios. La horrible sed que me desgarra tendría necesidad para saciarse de tanto vino como puede contener su tumba —lo que no es poco decir: La he echado al fondo de un pozo. Nadie puede comprenderme. Ni uno sólo entre estos borrachos estúpidos. ¿Pensó en sus noches morbosas hacer del vino una mortaja? —¡Heme aquí, libre y solitario! Estaré esta noche borracho perdido; entonces, sin miedo y sin remordimiento. ¡Yo me río, tanto como de Dios, del Diablo o de la Santa Mesa!»
Dos opciones, dos vinos, uno sagrado, otro mundano. El poeta que canta “El vino del asesino” es tan hombre como aquel que recita “El elogio del vino”. ¿Cómo es que en una misma naturaleza, la humana, puedan coexistir dos maneras tan lejanas de concebir al mundo. El primero bebe para emborracharse y matar al amor, el segundo bebe para emborracharse y encumbrar al amor. ¿De cuál vino estamos bebiendo nosotros? ¿Cuántos de nuestros errores se deben a que hemos abierto la botella equivocada? En el relato de Juan, Jesús asiste a una boda para convertir el agua en vino y los novios puedan celebrar su enlace. ¿Serán acaso estos mismos novios los del poema de Baudelaire? ¿Será que lo que comenzó con agua transformada en vino terminó siendo arrojado a un pozo con la mano manchada de sangre? El vino es la sangre redentora de Ungido, es la voz del poeta, es la sangre del asesino aniquilando a su semejante, es nuestra mano sosteniendo la copa vacía, son nuestros ojos mirando al mundo a través del prístino cristal y dudando si deseamos estar embriagados o borrachos.