Miguel Ángel Martínez Barradas
Todos tenemos amigos, para los verdaderos nos sobran dedos de la mano cuando los contamos, para los temporales, éstos no nos alcanzan cuando los nombramos. Hay amigos que después de conocerlos nunca nos dejan y otros son temporales, pero bien recibidos mientras estuvieron presentes, pues a fin de cuentas todo amigo es expresión de un grado de amor (“amigo”, del latín “amicus”, amar). Hay amigos con los que al principio nunca congeniamos, pero que después de la convivencia constante pasaron a ser parte de nosotros; y hay otros con los que nos identificamos desde un inicio, pero que descuidamos y terminaron alejándose de nosotros.
Una supuesta sentencia griega dice «no dejes que la hierba crezca en el sendero que conduce a la casa de tu amigo». La frase le ha sido atribuida a Sócrates, a Platón, a Aristóteles, pero a fin de cuentas su autoría es menos relevante que su sentido, mismo que nos previene de cuidar a nuestras amistades, so pena de perderlas. Siguiendo con los griegos, y de lo que sí se tiene certeza, es que Aristóteles distinguió tres tipos de amistad: la primera es la amistad de utilidad; la segunda es la amistad de placer; y la tercera es la amistad de virtud. El primer tipo de amistad es estratégica y persigue un fin que cuando se alcanza o pierde implica el fin de la amistad. El segundo tipo de amigos lo representan aquellos que comparten placeres similares, sean estos deportivos, intelectuales, estéticos, ociosos; la amistad de este nivel se perderá tan pronto como los gustos personales comiencen a ser distintos. La tercera amistad la conforman aquellos amigos que consideramos para toda la vida, aquellos que dan a su existencia un sentido similar al nuestro, esos amigos que sin importar si dejamos de verlos estarán presentes cuando sea necesario. La amistad tiene niveles y estos pueden ser progresivos o regresivos, todo dependerá del empeño que pongamos para evitar que la hierba crezca en su camino.
De entre los variados ejemplos que podríamos citar del progreso en la amistad, pocos resultan tan didácticos como el encarnado por Sigmund Freud y Stefan Zweig, el primero, psicólogo, el segundo, escritor, y ambos judíos e intelectuales de primer orden que se enfrentaron a los desastres de la guerra causados por el nazismo. Son difusas las noticias de cómo inició la amistad entre ellos, pero las informaciones parecen indicar que fue Freud quien tuvo la iniciativa de mandarle una carta a Zweig para felicitarlo por una obra literaria recientemente publicada, y fue por esa carta que la semilla de la amistad comenzaría a germinar en ellos.
El estilo de las primeras cartas entre Freud y Zweig es exageradamente formal y distante. A pesar de los esfuerzos de ambos por imprimir cálidas palabras, una frialdad de espíritu los separa, sin embargo, a medida que el tiempo avanza, que más cartas se escriben y que ambos descubren las afinidades humanas que los unen, la amistad supera su condición de utilidad para situarse rápidamente en la de placer, nivel en el que habrá de mantenerse durante muchos años y alcanzando el último estadio, el de la amistad virtuosa, hacia el final de la vida de Freud. Las palabras de las primeras cartas son un conjunto de elogios artificiales que no merecen ser citados, por lo que es mejor conocer las primeras muestras de la amistad virtuosa. En una carta de 1936 el Doctor (Zweig) le escribe al Profesor (Freud) (siempre se nombraron así) por su cumpleaños:
«Sé que no quiere que se festeje su cumpleaños, pero el egoísmo de la naturaleza humana reclama su derecho… Nosotros seríamos los más desagradecidos si no pensáramos con amor y agradecimiento en aquellos que nos guiaron al conocimiento psíquico y espiritual. Por lo tanto, estimado profesor, no sea severo y concédanos la alegría de alegrarnos por usted de todo corazón. Estimado y querido profesor, ¿qué puedo desearle en este día? Salud, ante todo, y la conciencia de, en medio de un mundo vacilante y a punto de derrumbarse, haber fundado algo duradero e imperecedero y de ser una ayuda para millones de hombres. En recuerdo de tanta bondad probada, y con profundo respeto, suyo, Stefan Zweig.»
La carta fue respondida así por Freud: «El hermoso mensaje que redactó fue la experiencia que me permitió reconciliarme con el hecho de haber llegado a ser tan viejo. Así, aunque fui increíblemente feliz en mi hogar, no me puedo amigar con la miseria y el desamparo de la vejez, y veo la transición hacia la nada con una especie de ansia. No puedo ahorrarles a mis seres queridos el dolor de la separación». Qué mejor evidencia de una amistad de virtud que la dolorosa respuesta de Freud. Las primeras cartas, que no hemos leído aquí, se inclinan al espejismo; las segundas, las de placer, al furor intelectual; pero las del tercer tipo son todas confesionales y a medida que el nazismo avanza y que Freud envejece, el temor a la muerte aparece; el miedo de Zweig es perder a su amigo, y el de Freud es desprenderse del mundo. Freud le dirá a su amigo años después: «Apenas puedo decir si su amable carta me provocó más alegría o dolor. En estos momentos sufro tanto como usted… en las semanas o meses que aún me restan vivir, no experimentaré nada que sea feliz. Yo no quería ser celebrado como la roca en el mar, contra la cual el embate del mar golpea en vano».
La última carta que Zweig le envió a Freud abandonó el artificial trato entre “Doctor” y “Profesor” para iniciar así: «Mi querido y estimado amigo y maestro: ¿Cuándo he de volver a verlo?». Zweig escribió esta carta el 14 de septiembre de 1939 y Freud moriría nueve días después sin responderla. Trás la muerte de su amigo, Zweig abandonó Europa, se fue con su esposa a Brasil y temerosos de que el nazismo conquistara al mundo se suicidaron con veneno, muriendo abrazados en su cama. Años atrás, Zweig había dicho en el funeral de su amigo: «la muerte significa sólo un fenómeno fugaz y casi insustancial. En este caso, el dejarnos no es un fin, sino apenas una imperceptible transición de la mortalidad a la inmortalidad». Las hostiles olas del mundo nos embisten sin cesar, mas la amistad nos hace resistir como la roca en el mar.