La soledad en el amor
Por Miguel Ángel Martínez Barradas
Cada vez que encendemos el televisor, cada vez que tomamos el teléfono para llamar a alguien, cada vez que arrastramos la mirada en los viejos mensajes acumulados lo hacemos para negar nuestra soledad. Cada vez que oramos, cada vez que leemos, cada vez que escuchamos música, estudiamos, conducimos, trabajamos e incluso amamos, lo hacemos para olvidar que estamos solos. No importa si la casa es compartida, si los colegas son muchos, si los amigos de la infancia todavía nos buscan, si alguien a nuestro lado se recuesta y nos dice “buenas noches”, la soledad de cada uno de nosotros es una certeza indiscutible, innegable e irremediable. ¿Es posible ser felices a pesar de ello? ¿Es la soledad una condición que debería de ser resuelta?
Los siglos en que nuestra soledad comenzó son incontables y la memoria se pierde en ellos. Las sociedades antiguas eran paganas, esto quiere decir que depositaban su fe en los dioses de la naturaleza y ella fue durante siglos y para diferentes culturas la representación tangible e inmediata de lo sagrado; las culturas paganas de todo el mundo, si en algo coincidieron, fue que su culto por la naturaleza perseguía fines colectivos antes que personales, pues además de concebirla como rostro de lo divino era por ella que se perpetuaba la vida, alcanzando incluso resonancias en una dimensión ultraterrena en la que los desencarnados podían reunirse con otros que también se habían ya desprendido de sus cuerpos materiales.
La llegada del cristianismo cambió violentamente la manera en la que los individuos se relacionaban con la naturaleza, pero también entre ellos mismos. Ahora ya no se le rendía culto a los dioses del día ni de la noche, tampoco a los de los elementos, mucho menos a los de las pasiones humanas, todas estas divinidades fueron sepultadas en el cementerio de la memoria y su lugar lo ocupó una sola entidad que al mismo tiempo eran tres. Con la nueva religión se dio paso a la Edad Media, pero, también, a una concepción mucho más individualista del mundo, pues, si la salvación tenía que alcanzarse, ya no era colectiva como sucedía entre los paganos, sino absolutamente personal, es decir, cada quien comenzó a ver por su propia trascendencia, convirtiéndose en un estorbo la de los demás, y la naturaleza, si bien era entendida como la creación de un poder supremo y suprahumano, tenía más bien fines de subsistencia. Aquí es en donde nuestra soledad comenzó a formarse.
El cambio de paradigma, que todavía hoy tiene repercusiones profundas en nosotros, si bien podría parecer desesperanzador, realmente fue tan sólo el inicio de nuestra debacle, pues para un mayor mal estaba llamada nuestra soledad. El fin de la Edad Media está determinado por la conquista del poder por parte de la burguesía, que supo aprovechar los beneficios de la ciencia para desplazar, sutilmente, a la iglesia, sin embargo, esto, lejos de de recuperar el espíritu comunitario de las culturas paganas, acentuó nuestro grado de la soledad, y es que con la burguesía en el poder el mundo comenzó a adoptar la forma de una mercancía y el individuo el de una herramienta en la cual era posible aplicar una técnica de producción instrumental. Si fuera posible representar en una línea del tiempo nuestra soledad veríamos que de ser la vida del espíritu comunitaria pasó a ser individual, quedando después anulada como posibilidad, y el cuerpo, ya sin alma y vacío, fue llenado con un suplemento alimenticio (y venenoso) que hoy es llamado, sin que nadie sepa bien qué significa, “progreso”.
Sobre esta soledad nuestra y que no termina de extenderse, Luis Villoro nos dice: «El hombre de nuestro tiempo es, ante todo, un solitario, su consciencia es la del abandono. El cristianismo supone un primer paso en un camino de progresivo desprendimiento de la naturaleza y gradual ensimismamiento. Con él empieza a rechazarse la unificación afectiva con el cosmos. Con el mundo moderno nace una nueva concepción de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Poseso de un nuevo ideal de saber, el saber de dominio, el hombre moderno empieza a soñar con poseer la naturaleza, esclavizándola a su antojo. El rechazo de toda unificación afectiva con el cosmos nos lleva de la mano al rebajamiento de los sentimientos de amor hacia el hombre mismo. Debilitadas, socavadas en su base las posibilidades de participación en lo otro, el hombre moderno se ve empujado a encerrarse en sí mismo.»
La modernidad, es decir, todo aquello que viene después de la Edad Media y que concibe al mundo como un lugar digno de ser explotado en beneficio personal, agravó nuestra soledad. Por nuestra ignorancia tenemos una inclinación a pensar que en la historia, mientras más nos alejamos del pasado, mejores son las condiciones de vida, sin embargo, esto es tan ingenuo e ilusorio como tonto. Si somos superiores en algo con respecto a nuestros antiguos es sólo en nuestra egolatría, en creernos mejores tanto en lo moral, como en lo intelectual y espiritual. Si somos mayores en algo con respecto a los paganos y a los medievales, sólo es en nuestra ignorancia, y es que no sólo no sabemos nada a pesar de que la información está al alcance de nuestras manos, sino que, además, estamos solos, tanto porque lo sagrado se ha marchado a una dimensión inaccesible, como por el hecho de nuestros semejantes nos parecen ajenos.
¿Hay algún remedio para nuestra soledad? Villoro, como muchos otros que nos negamos a escuchar, propone que sí, y este remedio es el amor, pero no el que coloquial y equivocadamente conocemos, sino un amor que se vive con el otro y desde la soledad personal: «Luchando contra todo impulso de esclavizar, al otro lo mantengo en su libertad, lo quiero en la solitaria angustia de su elección». Existe una frase similar que dice que el amor es una lucha por la libertad, no la propia, sino la del otro. Nosotros no somos el mundo y éste no nos necesita. Hace mucho fuimos engañados, nos sembraron la semilla del egoísmo y la hemos aceptado. ¿Buscamos redimirnos? Entonces aceptemos que el único camino es la soledad en el amor.
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