Con insectos en el cuerpo
Por Miguel Ángel Martínez Barradas
«No quiero ir nada más que hasta el fondo» son los versos más contundentes que Alejandra Pizarnik dejó escritos en una pizarra de su cuarto antes de suicidarse con cincuenta pastillas de secobarbital, un medicamento empleado para tratar trastornos de insomnio y cuadros de depresión y ansiedad. Pizarnik no podía dormir, pero tampoco podía –o no quizo– despertar en ella las ganas de vivir. Cuando estuvo en París buscando llevar su escritura hasta los más exigentes círculos literarios, deseó regresar a su cuarto de la infancia en Buenos Aires al mismo tiempo que soñaba, ya de adulta, con las mismas pesadillas que en esa cama la atormentaron cuando durmió siendo niña. Pizarnik y su poesía son la visión de un oscuro sueño que nunca termina y que a todos nos envuelve. ¿Estaba demente? Sí y no, la primera respuesta satisface a quienes han encontrado confort en una normalidad enfermiza y espeluznante, mientras que la segunda la exclaman quienes, intuyendo que la complejidad de la existencia, reconocen en sí mismos el mismo anhelo de ir hasta el fondo.
Pizarnik vivió treinta y seis años, tres más que Cristo y con un martirio tan abismal que más que buscar la redención de sus semejantes, añoró la extinción de todo cuanto su lengua convirtió en lenguaje. Nació en Argentina, se fue a París buscándose a ella misma y cuando se encontró regresó al cono sur para acabar con todo. No es que Alejandra fuera una mujer incomprendida, de hecho muchos que la conocieron la admiraron, y mentira es que las comparaciones que le hacían con su ‘perfecta’ hermana mayor la hayan quebrado, sencillamente su espíritu, como el de otros poetas que ella admiró (por ejemplo, el de Rimbaud, poeta maldito por excelencia), no pertenecía a esta realidad a veces tan rutinaria y simple; Pizarnik quería más y sabiendo que la muerte avanzaba hacia ella con paso lento y torpe, decidió adelantársele saliendo a su encuentro y decirle directo a sus vacías y negras cuencas: «cuídate de mí, amor mío, cuídate de la silenciosa en el desierto, de la viajera con el vaso vacío y de la sombra de su sombra. Ahora, en esta hora inocente, yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada».
En los pasados años sesenta, convivieron en París, Alejandra Pizanik y Octavio Paz (sabio y poeta, lo llama ella), y fue la estruendosa voz poética que ambos tenían lo que favoreció su amistad. Pizarnik publicó en 1962 su poemario “Árbol de Diana”, cuyo prólogo fue escrito por el poeta mexicano bajo un tono hermético, de entre sus muchas palabras rescatemos éstas: «…durante mucho tiempo se negó la realidad física del árbol de Diana. En efecto, debido a su extraordinaria transparencia, pocos pueden verlo. Soledad, concentración y un afinamiento general de la sensibilidad son requisitos indispensables para la visión. En algunas personas, con reputación de inteligencia, se da que, a pesar de su preparación, no ven nada.»
¿Y cuando nosotros leemos la poesía de Pizarnik, qué es lo que vemos? ¿Somos de aquellos que la consideran demente?, ¿quizás, y a pesar de no comprender nada, queremos creer en la oscura intuición de Pizarnik que la hizo vislumbrar ‘la otra realidad’?, ¿o nos identificamos más bien con aquellos que, pretendiendo ser muy inteligentes y prudentes, se ahorran cualquier opinión y pasan por esta vida sin enriquecer al mundo de ninguna forma?
Alejandra tuvo pocos y estimados amigos, León Ostrov, además de su psicoanalista, fue uno de ellos. ‘Atrapantes’ es uno de los adjetivos que describe las cartas que ellos intercambiaron, y aunque algunas son optimistas, la mayoría de ellas favorecen en el impertinente lector que somos todos al revisar correspondencia ajena un sentimiento de turbación. En lo optimista, ella dice, por ejemplo: «Con Paz tengo una relación rara. Hay algo misterioso –nada sexual– que nos une y nos obliga a una familiaridad que asomó en cuanto nos vimos.» Sin embargo, son más las veces en las que Pizarnik siente extrañamiento, en una carta que a Ostrov le dice: «Simplemente, no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna… No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en las cosas concretas; no me interesan… Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un «saber volver». Ni lo querré acaso».
Ostrov creía que la poesía salvaría a Pizarnik del suicidio, después de que ella murió él escribió: «Alejandra decidió interrumpir su búsqueda. ¿Acaso porque ya había encontrado? ¿O fue porque sintió que nunca encontraría?» Ambas preguntas permanecen abiertas. No sabemos ni sabremos si Pizarnik encontró, pero ¿y nosotros sabemos lo que buscamos? Quizás no escribimos poemas, o tal vez sí, quizás no tomamos antidepresivos, o tal vez sí, quizás es otro el tipo de terapia y de drogas que hemos adoptado, pero, independientemente del método, para que la cura llegue es necesario que antes sepamos qué de nosotros es lo que está enfermo, pues si no conocemos el mal, es casi imposible que podamos reconocer el bien.
Pizarnik, en una carta, le dijo a Ostrov: «Mientras escribo, contemplo millares de hormigas que caminan a mis pies, ahora hay una mosca verde que bebe de mi frente», pero estos insectos no eran físicos, sino mentales. Pizarnik sentía que los insectos recorrían su cuerpo yendo desde sus pies y hasta su cabeza. ¿Eran reales? Sí, pero no visibles ni tampoco tangibles. Estos insectos eran sus miedos, y con cada uno que ella aplastaba un nuevo poema aparecía. Nosotros también estamos cubiertos de ellos, caminan ahora mismo en nuestra piel, nos chupan los ojos, se nos meten por la nariz. Pizarnik fue consciente de sus miserias, mas nosotros somos infelices porque no aceptamos que vivimos con insectos en el cuerpo.