Por Nathaly Rodríguez
¡Cuidado! Que no se piense que el feminicida o el agresor en un crimen de odio (aquellos que son cometidos contra personas de la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, transgénero, intersexual o queer LGBTTIQ+) se modela de un momento a otro. Que no se piense que tal sujeto es el fruto putrefacto de un arrebato de ira o la víctima desafortunada de un mal día de presiones sociales. Nada de eso: el tipo de violencia que se observa en los actos con las que se quita la vida a una mujer o a una persona de la comunidad de la diversidad sexual por asuntos relacionados con el reclamo del privilegio masculino y del binarismo sexual naturalizado, una violencia que casi en todos los casos humilla a la víctimamientras se le asesina, se encuentra solventada por anteriores demostraciones de violencia que cuentan con autorizaciones socioculturales para ser ejercidas.
En efecto, los núcleos sociales en los que se mueven estos agresores, ya sea de forma directa o solapada, pueden estar apalancando la violencia fatídica: los permisos sociales que naturalizan ciertas agresiones funcionan como una bomba de oxígeno que le permiten a los victimarios ir bajando en las profundidades de la transgresión. Así las cosas, si prestamos atención a las formas más sutiles de agresión que tienen lugar con base en el género, tal vez podamos encontrar el camino para desarticular los vasos comunicantes con los que se potencializa esa violencia hasta llegar a un desenlace que nos hace dudar de nuestracapacidad de crear vida en colectividad.
¿Qué elementos deben entonces prender tempranamente nuestras alarmas? ¿Qué elementos nos implican como participantes en la gestión de los “permisos” antes mencionados? Las expresiones intolerantes, entre las que se incluyen las risas burlonas, las miradas mal intencionadas o los comentarios descalificantes ante mujeresque ocupan cargos de poder o que no cumplen con el estereotipo de feminidad o con el de madre abnegada o todos esas expresionesque son vertidas con saña degradante contra individuos que no responden al supuesto mandato binario y heterosexual de la naturaleza, que los etiqueta de partida como inferiores o vergonzantes, deberían ser tamizados, controlados por quien ya no quiere sorprenderse por las noticias que hablan de cuerpos femeninos o no binarios que han sidotan maltratados al punto en que se desconoce su identidad y condición humana.
La palabra y el gesto automático, esos que sentimos no agreden por ser “solo” un chisme de oficina, de la colonia o de la conversación en casa, expresan estructuras sociales bien arraigadas con la que acabamos reafirmando cómo deben comportarse todos los que allí socializan y, aún más, quién manda y cómo poner en su sitio a quien no cumple las reglas del género. Cuidado pues: caeríamos en ingenuidad si pensamos al agresor como un enfermo, un psicópata o un cuerpo insuflado por la ira y el profundo dolor, ellos, los agresores,son el producto bien refinado de culturas patriarcales que se reproducen —o no, y allí está la clave esperanzadora— a través de todas y todos.