La embriaguez de la derrota
Por Miguel Ángel Martínez Barradas
Todos, en la vida pública, nos comportamos de una manera distinta a cuando estamos en el ámbito privado o en soledad. Podríamos decir, con seguridad, que ante el mundo somos unas personas y ante lo familiar e individual somos otras. La hipocresía es entendida por nosotros como un fingimiento de sentimientos y actitudes, es decir, el hipócrita es un actor y en este sentido todos los somos, de ahí que en la vida pública seamos personas muy distintas a cuando estamos en el ámbito privado en soledad. Por cierto, y es importante decirlo, la palabra “persona” significa, en su etimología, “máscara”, es decir, el hipócrita es un actor y la persona es aquel que lleva una máscara para no mostrarse al mundo tal cual es, sino, como mejor le convenga. Hipócrita lector, como decía el poeta Baudelaire, ¿cuál es la máscara que hoy llevas puesta?
De ninguna manera debemos considerar lo anterior como ofensivo, pues está en consonancia con la verdad; la hipocresía y la persona, el fingimiento y la máscara, son el traje que al nacer se nos imponen y así es como de niños inseguros pasamos a ser adolescentes excluidos y, por último, adultos insatisfechos, adultos tristes con una máscara que tiene tallada una gran sonrisa detrás de la que alguien, incapaz de definirse, llora amargamente.
Constantemente escuchamos que la felicidad es un bien que debemos de buscar, ¿pero cómo hacerlo cuando desde la infancia todo acto genuino de ser recibe un “no” por respuesta? “No hagas…”, “no digas…” “no… no… no”. Sin embargo, la prohibición no es lo único que se nos impone, también el “deber ser” (aunque pocos sepan quiénes son) se convierte pronto en norma, y así, es común que las negativas vengan acompañadas de “buenas costumbres” que todos deben de repetir en sus vidas y perpetuar en las de los demás, verbigracia, “Dios te está mirando”, “estudia para ser alguien en la vida”, “el trabajo dignifica”, “a las mujeres les gustan los hombres fuertes”, “los hijos son la mayor felicidad”, “a los hombres les gustan las mujeres buenas”, y un largo etcétera, sin embargo, ¿por qué si las anteriores buenas costumbres han sido repetidas hasta el hartazgo durante siglos nuestra especie dista mucho de alcanzar la felicidad? Simple, porque decir y hacer son diferentes y cuando lo que está de por medio es una máscara (sino es que muchas más) la empresa se hace imposible de realizar.
Dejar de actuar y despojarnos de toda máscara es el ideal irrealizable al que todos deberíamos de aspirar, pues esto, si bien no nos garantizará la conquista de la felicidad ulterior, al menos sí nos alejará de las indefinibles y “buenas costumbres” que durante tantos años hemos repetido a la manera de espejos encontrados en los que su reflejo se prolonga, siendo cada uno de ellos más falso que el anterior. De la infinita repetición de los espejos, irónicamente, son los artistas los que hallan vías rápidas para despojarse de sus máscaras, aún cuando, debido a su profesión, sean excelentes actores. Citemos el caso, a manera de ejemplo, de Luis Cernuda, un poeta español del siglo XX que nunca tuvo miramientos, aunque temores sí, para ejercer su homosexualidad, la cual distaba mucho de ser insignificante, pues el contexto en el que Cernuda vivió fue el de la dictadura de Francisco Franco, conocido por su conservadurismo, es decir, por sus “buenas costumbres”, por su catolicismo, el cual no era más que una de las tantas máscaras bajo la que ocultaba la oscuridad de su sombra y es que si lo que nosotros conocemos de Francisco Franco en lo público es terrible en sí mismo, lo es mucho más lo que desconocemos y que sólo a su interioridad le correspondió.
Sabiendo lo anterior, es comprensible, entonces, que de alguna manera Cernuda sintiera hastío de su sociedad, pues no eran pocos los que entendían al mundo igual que Franco, y así, Cernuda, entre sus infinitas líneas que dejó escritas, se manifestó así: «No valía la pena ir poco a poco olvidando la realidad para que ahora fuese a recordarla, y ante qué gentes. La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mis amigos, mi familia, mi país. No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esa grotesca civilización que envanece a los hombres». A propósito del envanecimiento de los hombres, rescatemos que “envanecerse” se liga con “vano”, es decir, con lo vacío, con el hueco en el que los desconocidos seres que somos colocamos nuestros ignotos rostros para convertirnos en el espejismo llamado persona.
Cernuda se entregó siempre a sus pasiones, al amor homosexual (¿el amor tiene etiquetas?), a lo que ante la vista de los hipócritas, los actores de buenas costumbres, eran los placeres prohibidos, por lo que resulta prudente releer los versos que dicen: «Enamorarse, aún en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota»; y después suma: «Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos, como nace un deseo sobre torres de espanto, amenazadores barrotes, hiel descolorida, noche petrificada a fuerza de puños, ante todos, incluso el más rebelde, apto solamente en la vida sin muros… Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu como leños perdidos que el mar anega o levanta libremente, con la libertad del amor, la única libertad que me exalta, la única libertad porque muero. Tú justificas mi existencia: Si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.»
Morir sin amar, dice Cernuda, es lo mismo que no haber vivido. Nuestro poeta español murió porque amó, pero, además, dejó en su poesía uno de los retratos más fieles de la condición humana, aquella que se construye con un sin fin de máscaras y se prepara, cada día, para dar su mejor acto, aún cuando la música no sea más que sollozos. ¿Es posible quitarse la máscara?, sí y la condición es la misma para todos: amar y entregarse a la embriaguez de la derrota.