Erguidos y sonrientes
Por Miguel Ángel Martínez Barradas
No es para nadie un secreto que todos los días son una lucha constante, no sólo por la casi infatigable batalla que nuestro organismo mantiene en contra de la muerte, sino también por los enfrentamientos, voluntarios o no, en contra de quienes consideramos nuestros semejantes, es decir, de otros tantos hombres y mujeres que de igual manera resuelven sus propias luchas cotidianas. En medio de estas pugnas, la violencia ocupa un papel protagónico. Generalmente ligamos la palabra “violencia» con las palabras “crimen” y “delito”, sin embargo, la violencia no es precisamente una infracción de las leyes, sino más bien aquello que se realiza con exceso de fuerza, así, por ejemplo, el estallido de un motor, el derrumbe de una montaña, la ingobernabilidad de una tormenta y el nacimiento de un ser vivo pueden ser hechos violentos.
Vivir es luchar, resistir, aceptar, resignarse, es actuar dentro de la violencia del mundo, pero es también aprender a encauzar nuestra propia violencia, a dominar nuestro exceso de fuerza. Puesto que somos animales racionales, en nosotros no deberían de caber las siguientes frases para justificar nuestra violencia: “Es que yo soy así”, “no puedo cambiar”, “tan sólo hablo con sinceridad”, “si no te gusta como soy, no es mi problema”, etcétera, frases que no son más que excusas para actuar malignamente. Es gracias a nuestro raciocinio que tenemos la facultad de cambiar y es gracias a la empatía que podemos hacerlo en favor del bien.
Cada sociedad tiene un sello distintivo y el de la violencia fue el que marcó a innumerables generaciones pasadas. Nosotros, como habitantes del presente, tenemos el deber de cuestionar rancios vicios y de desprendernos de ideas caducas, siendo una de éstas la de la violencia como requisito para la educación. Cuántos niños no crecieron (y crecen todavía) con un exceso de violencia cayendo sobre sus frágiles cuerpos y es a través de las heridas que les quedan por donde el veneno del rencor se introduce petrificando los corazones.
Toda violencia que venga naturalmente es imposible de detener, por ejemplo, la provocada por un nacimiento, por el contrario, toda violencia emanada de nuestros vicios morales es posible de corregir a través del camino de la no–violencia, camino que destacadas mentes han motivado a seguir, como es el caso de Giuseppe Lanza del Vasto, un hombre doctorado en filosofía que al conocer a Mahatma Gandhi abandonó todo lo que tenía para dedicarse a la vida espiritual activa en beneficio de sus prójimos. Lanza del Vasto murió en la década de los ochenta del siglo pasado, entre su legado están la comunidad espiritual conocida como El Arca, así como una destacada obra filosófica–espiritual centrada en la no–violencia.
“El juicio de la colmena” es un breve cuento filosófico de Lanza del Vasto que versa sobre la violencia a la que estamos expuestos y la posibilidad de renunciar a ésta, de manera resumida, el cuento dice así: «¡Oh, hermanas mías!, dijo la abeja, somos chispas del sol. Nos alimentamos con luz líquida. Somos las únicas criaturas que saben comer sin matar. Sólo una cosa nos aparta de la dignidad de los dioses: el aguijón y el veneno que llevamos en el vientre. Y el que emplea el aguijón mata, pero quita la vida del que mata. En cuanto a mí, prefiero morir a manos de mis enemigos que por efecto de mi propia malicia. Todos los aguijones se volvieron, pues, contra la abeja que había renunciado al suyo. Todas las que la picaron murieron con valentía. Toda la colmena murió por miedo a quedarse indefensa.»
El cuento nos recuerda aquella idea socrática de que antes de caer en injusticia es mejor recibir muerte, pero también recrea a la frase evangélica de Mateo que dice que el que a hierro mata a hierro muere, precisamente son los aguijones de las abejas los que les otorgan su supremacía, pero al mismo tiempo son las que las condenan al cargar sus vientres de veneno. El uso del aguijón implica la muerte de la abeja, como también el uso de la violencia conlleva a la condena de uno mismo.
¿Cómo ejercer la no–violencia para salir de los vicios morales que nos han heredado las generaciones pasadas? Lanza del Vasto lo explica en un poema, leamos:
«En la dicha o en la angustia, en miseria o en riqueza, en salud o enfermedad, mantente erguido y sonríe. Ante quienes se abalanzan, o se echan al vacío, o se hieren mutuamente, mantente erguido y sonríe. Y si avanzan a codazos, y ávidos tienden la mano o se ocultan al acecho, mantente erguido y sonríe. Ante aquellos que disputan, ante aquellos que se injurian, y los cierran los puños, y los que apuntan sus armas, mantente erguido y sonríe. En el día de la ira y de la desbandada, cuando todo cae y arde, solo en medio del pavor, mantente erguido y sonríe… Y si estás entre los tuyos, mantente erguido y sonríe… Y ya al borde del gran viaje, aun cuando lloren tus ojos, mantente erguido y sonríe.»
Leídos el cuento y el poema preguntémonos: ¿a cuál de las abejas nos parecemos más: a las incontables obreras ignorantes de su veneno o a la que tenía consciencia de su aguijón y de su violencia? Las abejas, queriendo defender su colmena, terminaron destruyéndola, ¿no será que nosotros hacemos exactamente lo mismo no ya en nuestras ciudades, sino en nuestros hogares al ejercer la ley de la violencia, al voltear nuestros aguijones en contra de nuestros más allegados?
Difícilmente la violencia social será aplacada, por eso Lanza del Vasto afirmaba que: «La verdadera, pacificadora y final revolución es la que cada hombre debe hacer sobre sí mismo para silenciar su propia violencia». El camino de la no–violencia tampoco debe de confundirse con el de la apatía, con el de la pasividad, con el de permitir el triunfo de los viles, antes bien es un sendero de conocimiento de uno mismo y de servicio desinteresado por el otro. Nacimos con el aguijón en una mano y con el hierro en la otra, ¿qué haremos con ellos, los usaremos para matar o ante la violencia optaremos por mantenernos erguidos y sonrientes?