El opio o el Reino
Por Miguel Ángel Martínez Barradas
Una cruz sobre la cama, en el muro en el que rebota la cabecera del recinto marital cuando los cuerpos se agitan; ¿cuántos Cristos han presenciado el mismo espectáculo de carne multiplicándose en más carne? Una Biblia al pie de la escalera o en algún rincón de la casa, flores y veladoras la rodean, quizás también la imagen de algún santo o de una virgen casi siempre sufriente; nadie lee esta Biblia abierta en algún pasaje sí o no aleatorio y en cuyas páginas es visible el polvo que deja el paso de los días. Cruces sobre las camas, Biblias y altares en los pasillos de las casas, pero nada en los corazones de quienes poseen estos objetos.
Dijo Karl Marx en 1844 que «la religión es el opio del pueblo», es decir que ésta es la droga que mantiene esperanzado al oprimido. La religión, piensa el filósofo alemán, es una felicidad ilusoria cuyo alimento son los suspiros de los pobres y de los ignorantes. ¿Tendrá razón el filósofo? Por ahora, las Biblias y altares cubiertos de polvo en las casas parecen darle la razón, así como también lo hacen los Cristos elevados sobre el lecho conyugal que miran a los cuerpos entregándose y mintiéndose, pues, a pesar de su desnudez, la infidelidad es un ropaje del que no se pueden desprender. Mudos, los Cristos de la pared, miran a quienes son dependientes del opio.
Las palabras de Marx podrían parecer severas, pero no mienten. Lo que el filósofo critica no es la posibilidad de llevar una vida espiritual, sino, más bien, la originalidad de esa espiritualidad. En palabras sencillas, Marx se opone a las iglesias, a los dogmas, a los comerciantes de la fe sin importar si son estos cristianos, judíos, musulmanes u otros, pues si bien los sistemas religiosos en lo externo son diferentes, en su centro buscan lo mismo: poder.
Del mismo tiempo y lugar de Marx, es decir, del siglo XIX alemán, otro filósofo que se levantó en contra de la religión fue Friedrich Nietzsche y si bien la frase de Marx, «la religión es el opio del pueblo», ya es polémica, la de Nietzsche, «Dios ha muerto», no se queda atrás. La muerte de Dios aparece con Nietzsche aproximadamente en el año de 1882, casi cuarenta años después que la de Marx, y apela a la misma idea: no es la vida espiritual, sino las instituciones religiosas, uno de los mayores males del mundo.
Espiritualidad y religión son términos que solemos confundir con facilidad, de igual manera, caemos en el mismo error cuando hablamos de Dios y de Iglesia, pues así como puede haber vida espiritual sin practicar ninguna religión, es posible hallar a Dios fuera de la iglesia, de hecho, quizás sea mucho más sencillo hallar lo espiritual y lo sagrado fuera de los muros de cualquier institución dogmática cuyo único interés, seamos sinceros, es meramente material.
La idea de que Dios ha muerto significa, en pocas palabras, que la sociedad ya no posee valores universales para guiar sus pasos, lo que propicia sociedades cada vez más corrompidas. La muerte de Dios fue desarrollada indirectamente por Nietzsche en su obra “El anticristo” que, lejos de lo que parece, más que atacar a la figura de Cristo, la reivindica, al tiempo que critica severamente a las iglesias cristianas que se han engordado, cual parásitos, con su figura; leamos algunos pasajes: «Jesús tuvo una gran “libertad de espíritu”; no le importaba nada fijo: la palabra mata, todo lo que está fijo mata. Él opuso la idea de “vida” y la experiencia de esa vida, la única que él conocía, a todo tipo de palabra, fórmula, ley, fe y dogma. Se limitó a referirse a lo más íntimo. Si yo entiendo algo de este gran simbolista, es el hecho de que tomó como realidades, como verdades, únicamente las realidades interiores. Nada menos cristiano que la crudeza de la Iglesia, que imagina un Dios como una persona, un reino de Dios que viene, un reino de los cielos puesto más allá, todo esto es –perdónenme la expresión– un puñetazo en los ojos del Evangelio: un cinismo histórico mundial en la irrisión del símbolo.»
Puesto que la naturaleza es movimiento y el movimiento es vida, todo aquello que sea estático será igual a la muerte, ¿y qué es aquello que no se mueve y permanece invariable?, el dogma, la ortodoxia, la religión, de ahí que, como dijo Nietzsche, Cristo se haya desprendido de todo sistema, comenzando por el judaísmo, a fin de buscar la Verdad en una dimensión casi imposible de tocar por los vendedores de opio: la interior. Rescatemos una idea más del incomprendido anticristo de este filósofo: «El reino de los cielos es un estado del corazón, no una cosa que se advierte en la tierra o después de la muerte. El reino de Dios no es cosa esperada: no tiene un ayer ni un mañana, no llegará dentro de mil años, es una experiencia vivida en el corazón; está en todas partes, no en un lugar en concreto.»
Independientemente de las filias y fobias espirituales de cada uno de nosotros, respondamos con sinceridad a la pregunta: ¿actuamos esperando una recompensa ultraterrena, por conveniencia, o por un genuino interés de servicio y de bondad? Lo que Marx señala con su idea del opio es la malignidad que recubre a toda institución religiosa, y podríamos decir nosotros que también política, y lo que Nietzsche apunta con su concepción del reino de Dios es que si habremos de vivir alguna experiencia legítima y libre del corazón, tal y como Cristo lo hizo, será en el aquí y en el ahora y sin excusas sagradas de por medio.
Nietzsche culmina su anticristo con la siguiente idea: «Se considera viciosa toda forma de ir en contra de la naturaleza» y es el sacerdote cristiano el primero en fomentar esta ida en contra de la naturaleza. ¿Tenemos Cristos y altares empolvados en nuestros hogares? ¿Son éstos una búsqueda genuina de la vida interior o una repetición de la costumbre? La vida interior está aquí y ahora, fuera de los fríos muros de piedra, ¿será que vivimos por el opio o por el Reino?
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