Nathaly Rodríguez Sánchez
Nos contaba Gabriel García Márquez en Cien años de soledad que cuando en Macondo sobrevino una peste de olvido, una que ya no permitía saber para qué servían las cosas y después cómo se llamaban, el pueblo decidió poner sobre cada una un letrero con el nombre y su función. “Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer el café con leche”, se dispuso, por ejemplo, sobre esos animales cuadrúpedos que ya parecían extraños ante ojos amnésicos para asignarles una función. Las cosas y la vida como la conocían existirían, por lo menos, hasta el momento en que los habitantes olvidaran las letras y después los fonemas y fuese entonces imposible la comunicación.
En múltiples lugares se escucha hoy el debate en torno al lenguaje inclusivo, ese que nos invita a reparar que en un auditorio o una comunidad de referencia pueden estar convocados mujeres, hombres y sujetos de la diversidad sexogenérica que no se identifican con el binarismo de género de base: hemos transitado del uso de una “x” solo simbólica e imposible de pronunciar (todxs) de hace unos cuantos años, a una arroba que también nos ponía en problemas de enunciación (tod@s) y ahora se nos plantea emplear una “e” que facilita la escritura y la mención en voz alta (todes). Cuando decimos todos, todas y todes no estamos cayendo en una redundancia, estamos enunciando en letra clara y voz alta que reconocemos la existencia de diversas identidades sexogenéricas, decimos que la experiencia humana no es unívoca, en pocas palabras enunciamos que el género como constructo social nos atraviesa y que reconocemos que las formas jerárquicas se reproducen en las prácticas cotidianas y que eso incluye el uso de la palabra.
La Real Academia Española de la Lengua dijo en julio de este año que “El uso de la letra «e» como supuesta marca de género inclusivo es ajeno a la morfología del español, además de innecesario, pues el masculino gramatical ya cumple esa función como término no marcado de la oposición de género”. Ante la defensa de la regla, lo que me pregunto es si acaso las lenguas no se transforman en la medida en que sus usuarios crean nuevos objetos, prácticas y subjetividades. Me parece que los lenguajes se mantienen vivos y permiten formas de comunicación al entablar códigos comunes:nombrar al todas cuando las mujeres se encuentran en mayoría en determinado foro permite por ejemplo desestabilizar la vergüenza que algunos sienten al ser referidos o asociados con lo femenino así como darles espacio y huella a ellas en lugares antes signados como impropios para las mujeres,por su parte decir todas, todos y todes permite estabilizar el reconocimiento de la diversidad humana en términos de orientación sexogenérica y la posibilidad de los sujetos de autonombrarse sin miedo y sin vergüenza.
El lenguaje inclusivo se me figura entonces como una puerta para borrar jerarquías de representación que subordinan lo femenino e insivibilizaciones vitales, así las cosas, permite empezar a variar las representaciones sociales de lo humano y jugarse la posibilidad de que en el mediano plazo no se pueda negar la disidencia del género como coetánea de nuestra especie y la igualdad en capacidades sin importar la vivencia sexogenérica. Demos un nombre a esa vivencia, entreguémosle un lugar y notemos que con un sencillo cambio lingüístico, uno operado más allá de las reglas de los guardianes de la tradición tan empapada de desigualdades, podemos crear espacios seguros para todos, todas y todes.