¿Qué es lo que sucede con nosotros cuando crecemos para que dejemos de admirarnos genuinamente? Renunciamos a lo que es único en sí mismo para enfocarnos en dimensiones mundanas que, por su misma naturaleza, son aburridas, torpes y triviales, por ejemplo: la política, la economía, la religión, el trabajo, las cuentas bancarias con sus respectivas deudas, el consumismo y la prisa por ir de un lugar a otro sin estar nunca en ningún sitio. Nos hacemos personas “serias”, de “renombre”, de “respeto”, personas que ven al mundo analíticamente y que después externan cualquier frase común que de ninguna manera enriquece la vida propia, ni la ajena. Estas personas serias no se dan cuenta de que su andar por el mundo es gris y que si su yo de la infancia se encontrara con ellas haría hasta lo imposible por no crecer.
El orgullo, la vanidad, el alcoholismo, los negocios, el trabajo y la profesión son estaciones de la vida adulta a las que, sin saber cómo, siempre llegamos. El poder, la rivalidad y la lucha son estaciones secundarias a las que podemos arribar una vez que hemos viajado por las primeras, teniendo todas, como última parada, a la amargura. Así es la vida adulta para la que una considerable mayoría de personas está condenada y todo por haber renunciado a su capacidad de admiración genuina. Nos sentimos especiales, diferentes, “conscientes” de las trampas por las que debemos andarnos con cuidado, pero lo cierto es que todos caemos en el mismo foso enlodado; somos ingenuos al pensar que podemos cambiar la política, la economía, la religión y el trabajo tan sólo porque tenemos buena voluntad, carrera universitaria y/o un pensamiento agudo capaz de comprenderlo casi todo, pues, una vez perdida la capacidad de admiración, no hay nada más que hacer; el mundo es gris.
Las personas mayores, aquellas que se ocupan de cosas serias, suelen estar detrás de un escritorio, o con una corbata, o conduciendo automóviles o hablando mucho y con personas igual de importantes que también tienen sus propios escritorios, corbatas y automóviles, todas estas personas hablan por igual, pero sin decir nada importante, dicen que se ocupan de cosas serias, aunque lo cierto es que la única cosa seria de la que deberíamos de ocuparnos es de mantener la alegría de la vida propia, pero de ésta es de la que menos se ocupan quienes ya no se admiran por nada, quienes son incapaces de distinguir las boas abiertas y las boas cerradas de un sombrero, tal y como le sucedió a un niño de seis años que soñaba con ser pintor, pero que terminó siendo aviador militar porque ninguna de las personas mayores entendió que su dibujo no era un sombrero, sino una boa que se había comido a un elefante.
Seguramente, las palabras anteriores resuenan en los oídos de muchos adultos que ahora leen estas líneas y que se sienten avergonzados por haber visto también un sombrero en lugar de una boa en el dibujo que Antoine de Saint-Exupéry nos enseña en las primeras páginas de “El principito”, novela corta que hoy está en el gusto de una considerable mayoría que busca la manera de abandonar su condición de personas serias a fin de poder admirar nuevamente al mundo. La historia de “El principito” es simple, no así, su interpretación: Un aviador aterriza de emergencia en el desierto del Sahara; al caer la noche se duerme y a la mañana es despertado por un niño que ríe mucho, es el Principito, quien le cuenta que ha viajado por diferentes planetas debido a una discusión que tuvo con una rosa que él cuida; al final del relato, el Principito es mordido por una serpiente, el aviador arregla su nave y regresa a casa, pero un sentimiento de tristeza, imposible de sanar, es ahora parte de él. Leamos una líneas del relato:
«Es posible que ya sea un poco como las personas mayores. Cuando uno está triste es bueno ver las puestas de sol. Es tan misterioso el país de las lágrimas. Sólo hay que exigir a cada quien, lo que cada uno puede hacer. Juzgarse a uno mismo es lo más difícil. Las personas mayores creen que ocupan mucho sitio. Se está solo en el desierto, entre los hombres también se está sólo. Como los hombres no tienen raíces, el viento los pasea de un lado a otro. Los hombres ya no tienen tiempo de nada, todo lo compran hecho. Lo que embellece al desierto es el pozo que se oculta en algún sitio. Los ojos no siempre saben ver, hay que buscar con el corazón.»
Si bien la novela de Saint-Exupéry es un cuestionamiento moral de la egoísta vida adulta a la que el mundo nos condena, esto es sólo desde una lectura externa, pues cada uno de los escenarios y personajes con que el lector se encuentra son símbolos de la vida interna del ser humano. El desierto, el universo, los micro–planetas, las plantas y los animales encarnan en sí mismos a los vicios, temores, anhelos y virtudes a que todo ser humano está sujeto y es imposible no hallar, además, en éstos lecciones de filosofía, particularmente aquella emanada del budismo. El relato comienza siendo luminoso, pero poco a poco se va apagando hasta abandonarnos en una región de melancolía y nostalgia en la que las estrellas son el único escape.
Como una preparación para la muerte podría definirse esta novela de Saint-Exupéry. ¿Es un relato para los niños? Si lo que anhelan es evitar convertirse en adultos serios, entonces sí, pero también para quienes se han endurecido y buscan la manera de volver a admirarse por el mundo tal cual es, libre de imposiciones. ¿Por qué pensar que es una preparación para la muerte? Porque el Principito sabe que la única manera de regresar a su planeta es siendo mordido por una serpiente: «Sufrirás porque parecerá que estoy muerto y no será verdad. Sólo será como una corteza que se abandona y por las cortezas no se siente pena.» Un secreto arde en el corazón del Principito cuando muere, es el que le dio su amigo el zorro: «Sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos.» ¿Como adultos, con qué miramos? ¿Con los ojos o con el corazón? Si lo hacemos con lo primero, nos engañamos, pues lo esencial es invisible.
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