Parece que cuando se habla de violencia, se habla de un tema que ya ha pasado de moda. Cuando se habla de las agresiones dentro de una relación de pareja, todavía más. Y parece, que de tanto hablar, las cosas desparecen. Pero sucede lo contrario.
Un asunto tan delicado no necesita estar de moda para tener importancia. Mujeres mueren y pueden estar en peligro inminente, junto a hombres que les maltratan o viceversa.
Muchas teorías se generan a partir este tan escabroso tema. Pero no servirán de nada si no se les analiza con detenimiento.
¿Y por qué razón alguien no querría revisar estas investigaciones y descubrir algo que pudiera ser de ayuda?
Porque de hacerlo, seguramente descubriríamos asuntos todavía más aterradores. Imposible es que hablar de estos temas no toque fibras sensibles y no nos genere miedo, nada es suficiente para enmascarar o cubrir nuestros más profundos secretos y nuestras más dolorosas heridas.
Las teorías existen por alguna buena razón. Pero analizarlas, o solo pensar en hacerlo, ya nos genera incomodidad, nos hace forzosamente adentrarnos a nuestro muy protegido mundo. A una rutina psicológica que jamás se había puesto a la vista, y mucho menos se había atendido con detalle. Todos tenemos secretos, hábitos disfuncionales que hemos aprendido y con los que hemos vivido dentro de nuestro propio sistema familiar, y que aun sabiendo que existen patrones de comportamiento no adecuados y hasta enfermos, los aceptamos y continuamos haciendo de la vista gorda, para así sobrevivir cada día.
Al acercarnos a revisar este asunto como el de la violencia en pareja y aun más, de la violencia en el noviazgo, parece que todos estos misterios y miedos escondidos comienzan a generarnos un ligero escozor, pues enfrentarnos a todo aquello que escondimos por años, resulta tremendamente atemorizante.
Todas estas historias y modos de vivir dejan sin lugar a dudas, una huella en todos los miembros de la familia. Generando heridas que no sanan por sí solas. Se ha vivido maltrato en la infancia, se ha vivido abandono, indiferencia, abuso sexual y no sé cuántas cosas más que dejan su marca, y así, con estas historias, con necesidades emocionales sin satisfacer y haciendo uso de nuestras más elementales herramientas, hemos respondido a la vida.
Por eso, cuando creemos encontrar a nuestra media naranja, nos aferramos a su presencia con uñas y dientes, generando así, una relación que muy lejos de estar basada en lo que creemos que es amor, lo hacemos desde el miedo a la pérdida, desde la necesidad de sentirnos amados, vistos, cuidados, desde la necesidad imperiosa de mantener a nuestro lado a esa persona amada, el mayor tiempo posible, y pagando el precio que sea, con tal de no volver a sentir ese dolor que provoca aquella herida que seguramente duele más que un golpe, un insulto o cualquier sometimiento del que seamos víctimas. “Pégame, pero no me dejes…”
Pero la pregunta es, ¿solo una de las partes lo necesita? ¿Solo una de las partes aprendió a amar mal? ¿solo uno de ellos se acostumbró a las caricias que duelen? ¿Aprendió a sufrir pensando que eso era amor?
Porque en una pareja son ambos quienes presentan sus propias historias de vida, sus propias carencias, sus vacíos y una tremenda y urgente necesidad por cubrirlas y mantenerse en la fantasía de podrán ser felices para siempre. Ambos, y no solo uno de ellos. Ambos se vuelven adictos a la relación, ambos queriendo creer que sus heridas han sanado.
Una verdadera adicción a la adrenalina, comportamientos impulsivos, y la idea de que los celos, o cualquier otra conducta violenta como el control por la forma de vestir o actuar, por ejemplo, en la mayoría de las ocasiones no son percibidas como maltrato por parte de las víctimas, o por los mismos agresores, durante el noviazgo, y se confunden con muestras de afecto.
¿Qué tan grande puede ser la necesidad de sentirse amado para soportar tales agresiones?
Si bien el apego es preciso para el desarrollo saludable de un individuo, solo puede justificarse durante los primeros años de infancia. Pues un niño necesita de los adultos para satisfacer sus necesidades básicas, ya que por su corta edad no le es posible hacerlo por sí mismos, necesitan alimento, cuidados durante una enfermedad, un lugar seguro, caricias, y otras demostraciones de afecto.
Pero cuando una persona crece, puede en teoría, identificar y cubrir sus carencias, pidiendo ayuda o haciéndolo por sí misma, una especie de auto consuelo y contención. Se espera un grado mínimo de autonomía y autoconfianza.
Esto no quiere decir que no se necesite de alimento emocional, de reconocimiento, de caricias, de apoyo o compromiso para con el “otro”, porque el ser humano es un ser relacional por naturaleza, necesitamos de los demás para sobrevivir y concluir nuestros proyectos de vida. Sin embargo, se espera que podamos contener y manejar nuestras emociones y necesidades, entendiendo que podemos recibir o no, algo de los demás. Y ahí es donde se genera el problema.
Ambas partes, en una pareja, tienen una historia, y ambas en los casos de violencia, con muy poca tolerancia a la frustración, buscan quien satisfaga sus necesidades afectivas, y con diferentes máscaras se presentan ante el otro, dando y recibiendo lo urgentemente deseado, y se desarrollan diferentes y muy sutiles estrategias para mantener al “ser amado” siempre cerca, cocinando de a poco la violencia hasta el punto donde uno o ambos se ponen en peligro. Y aun cuando creemos que este juego perverso es evidente para cualquiera, lo cierto es que la dinámica real en la que están inmersos es totalmente inconsciente. Por eso se mantienen ahí, y les sea difícil separarse, aunque esta valiente acción, represente salvar su vida.
La violencia en la pareja, no comienza con el matrimonio, con la convivencia de dos bajo el mismo techo, la violencia aparece y se estaciona desde el inicio de una relación, sin importar qué tan jóvenes sean quienes la integran, y el miedo a la soledad o al abandono se desvelan.
Es preciso entonces identificar lo que en realidad nos duele, para comenzar el proceso de sanar aquellas heridas que aún siguen abiertas. La tarea es complicada, y el solo sugerir y casi ordenar a una pareja que se separe, no es de ninguna manera el camino ideal para terminar con la violencia. Es un largo proceso de cuidados, de convencimiento propio, fortalecimiento de la autoestima y el deseo de mantenernos vivos y saludables. La escucha, el tiempo de compañía, la contención, y por su puesto la intervención profesional, son buenas herramientas para ayudar a una persona que se vive dentro de esta dinámica violenta de pareja, y de este torbellino de emociones.
El noviazgo es precisamente el momento de vida que nos ayuda descubrir nuestras debilidades y fortalezas a través de la mirada del otro, y es aquí, cuando también podemos pedir ayuda.
Porque siempre seremos dignos de ser bien amados, por nosotros y por los demás, y de reconocer nuestra esencia y talentos que nos fueron dados para crecer, compartir y ser plenos.
Y sobre todo, porque en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, el amor debe de doler.
Y RECUERDEN, TODO SALDRÁ BIEN AL FINAL, Y SI LAS COSAS NO ESTÁN BIEN, ENTONCES, TODAVÍA NO ES EL FINAL.