No hay día en el que no nos encontremos con una piedra. Puede ser de camino al trabajo o a la escuela, en un parque o en la calle, quizás al pie de la puerta de nuestra casa, no importa, pero siempre nos topemos con una. ¿Somos nosotros los que nos encontramos con las piedras o son ellas las que se encuentran con nosotros? La pregunta parece ociosa, pero no lo es y veremos por qué. Piedras hay de dimensiones inmensas como también las hay pequeñas, algunas son, incluso, ínfimas, mínimas en su tamaño, pero esto no demerita su condición ni el hecho de que, a fin de cuentas, son piedras, las primeras habitantes de este planeta que es también una piedra, o, mejor dicho, un conjunto de ellas, y muy seguramente las que seguirán cuando la vida aquí se extinga.
Las piedras son parte de nuestra cultura. Las recordamos en frases bíblicas: «el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra»; en canciones: «una piedra en el camino, me enseñó que mi destino era rodar y rodar»; en nombres de agrupaciones: “The rolling stones” (‘las piedras rodantes’, como en la canción mexicana); etcétera. Innumerables son los contextos en los que las piedras se nos presentan, citemos uno más, el del budismo representado por el monje Ejo Takata, quien llegó a México en los años sesenta del siglo veinte y que de su legado nos quedó la frase «unos van y otros vienen, yo sólo soy una piedra en el camino». ¿Será, acaso y principalmente por esto último, que nos topamos siempre con las insignificantes piedras? Ellas son profetas mudos que nos recuerdan que, como ellas, no somos más que tierra y polvo.
Las piedras están presentes en todas las esferas de la sociedad, todas son valiosas, aunque a algunas les hemos dado un valor superior, tal es el caso de las piedras preciosas, aquellas que por su color, textura, peso o brillo destacan más que otras. Las piedras nacen del seno de la tierra y es habitual que las más valiosas sean a su vez las más difíciles de conseguir debido a la profundidad en que se hallan. Esta idea de la piedra inaccesible que habita en la oscuridad del centro de la tierra ha sido utilizada desde los albores de la humanidad para transmitir enseñanzas trascendentes y aquí es en donde las piedras abandonan el contexto coloquial ya revisado para ubicarse en uno más restringido y accesible sólo para pocos, el de las escuelas mistéricas.
Son los alquimistas los que encuentran en la piedra un valor no solamente superior, sino, además, trascendental; ya lo dijimos antes, las piedras estuvieron antes de nosotros y seguirán aquí cuando hayamos muerto. La piedra es para ellos un símbolo de la espiritualidad y así lo podemos atestiguar en la ya conocida piedra filosofal, la cual permite transmutar el plomo en oro, lo cual no debe de tomarse literalmente, sino, simbólicamente. La piedra filosofal es aquella que nos perfecciona, que nos purifica, que nos hace trascender.
En el hermetismo, es decir, en el terreno de las ciencias ocultas, es Hermes Trismegisto quien desarrolla, aunque breve y enigmáticamente, su idea de la piedra filosofal, esto lo hace en un texto llamado “La piedra de esmeralda” y que en ediciones modernas no abarca más allá de una página, sin embargo, esta brevedad no debe de motivar en nosotros un exceso de confianza, pues, aunque el texto es corto, sus enseñanzas son complejas y extensas. Veamos a manera de ejemplo únicamente los tres renglones que preceden al texto de “La tabla de esmeralda” y que dicen así: «Palabras de los secretos de Hermes escritas sobre una tabla de esmeralda que sostenía en sus manos cuando, en una cueva oscura, fue encontrado su cuerpo embalsamado.»
Tres líneas únicamente. Uno podría pensar que son insignificantes, incluso fáciles de comprender, pero hagamos unas preguntas para comprender que no es así. ¿Cuáles son los secretos de Hermes? ¿Por qué están escritas sobre una piedra de esmeralda? ¿Qué representa la esmeralda? ¿Por qué el cuerpo de Hermes yace en una cueva oscura? ¿En dónde está dicha cueva? ¿Quién embalsamó el cuerpo de Hermes? ¿Quién encontró la cueva y el cuerpo? Considerando que estamos ante un texto hermético, lo anterior debe de considerarse desde su perspectiva simbólica, antes que literal, pero antes de intentar responder a las interrogantes, consideremos dos acontecimientos relevantes para el caso.
El primero tiene que ver con la reconstrucción del templo de Jerusalén, el cual fue levantado sobre las ruinas del primer templo. Para tal empresa, antes de levantar el segundo templo fue necesario remover los escombros del primero, cuando esto se hizo se hallaron cámaras subterráneas que al ser inspeccionadas revelaron los secretos que contenían, estando entre éstos una piedra dovela con inscripciones del primer templo; este tipo de piedra es importante porque en ella recae el peso de la estructura por lo que nada se puede levantar sin ella. El segundo ejemplo es de corte alquímico, sin embargo, se relaciona con el anterior. Para los alquimistas la búsqueda de la piedra está manifiesta en la frase «Visita el interior de la tierra y rectificando hallarás la piedra oculta». De esta frase podemos deducir que es en la oscuridad y bajo tierra en donde residen las piedras preciosas, no por su precio, sino por su espíritu.
La piedra dovela de los judíos y la piedra de los alquimistas se hallaron en la oscuridad del interior de la tierra y la tabla de esmeralda de Hermes está oculta en una oscura cueva. La oscuridad de la tierra y de la cueva son símbolos del conocimiento de uno mismo, el cual siempre es oscuro porque implica reconocer nuestros vicios, y el hallazgo de la piedra no es más que el despertar de la consciencia, aquella que le permitió a Ejo Takata comprender que no es más que una piedra en el camino. Uno es al mismo tiempo el buscador y el buscado; el maestro embalsamado en las tinieblas es representación de uno mismo. Confuso, sí, pero como dijo Mateo «el que tenga oídos, que oiga». Es momento de descender y buscar la piedra.
www.elmundoiluminado.com