“No hay más remedio que decir que los primeros en ser olvidados son precisamente los primeros elementos, las cosas más elementales;” es la forma como Antonio Gramsci (parágrafo 4 del cuaderno 15 (página 175 del Tomo 5 de la edición facsimilar de BUAP-ERA de los CUADERNOS DE LA CÁRCEL) abre la nota intitulada “Maquiavelo. Elementos de política”. La invoco porque me interesa discurrir sobre la importancia del espectáculo y simulacro en la definición de lo político. En sí, cómo es que lo aparentemente banal y accesorio está cargado de resabios, residuos y atavismos identificados como “sentimientos primordiales” (entre quienes estudian al nacionalismo siguiendo al antropólogo Clifford Geertz). Así, no debemos olvidar que la selección nacional de fútbol no es un equipo representativo de los Estados Unidos Mexicanos sino de un negocio privado llamado Federación Mexicana de Fútbol. Ostenta la marca “México” dejando que los aparatos ideológicos del marketing y empresa hagan con ella su trabajo. El juego, regenteado por la Federación Internacional de Futbol (FIFA), es un negocio global con mayor reconocimiento político, alcance mediático y calado social que la Organización de las Naciones Unidas. Integrada por más estados, naciones, y países que aquella, factura cifras estratosféricas de dinero, pese a que los grandes mercados consumidores (China, la India y los Estados Unidos) sigan retrasados respecto a su disfrute, consumo, y desborde. Repito, aquello que conocemos como “la selección” no es representativo más que de sí misma como empresa en términos legales y oficiales.
Y sin embargo, nada de eso es relevante para la mayoría que vive con pasión el consabido drama que cada cuatro años se ha repetido por veintiocho desde la Copa Mundial USA 94. En primer término, el largo proceso clasificatorio con las ansias respecto a si se logrará ir como “gigante de CONCACAF” (la confederación norte, centroamericana y caribeña de futbol) o de panzazo, y hasta por repechaje como contra Nueva Zelanda para el Mundial de Rusia 2018. En todo caso, eso es “foreplay” o ansía menor ante la certeza que—sufridamente—ya “en la justa” se pasará como segundo o tercero de grupo para irremediablemente ser eliminados en el cuarto partido (por el equipo que sea). No hay ni habrá en el horizonte quinto partido, por más que otros equipos de la confederación lo hayan alcanzado en los mundiales de Corea-Japón 2002 (USA) y Brasil 2014 (Costa Rica). Un atavismo retardatario impide que la selección lo logre. En este drama se definen los verdaderos aficionados por su entrega a la derrota, sin importar que al día siguiente de la misma se transfiera su energía libidinal a Argentina, Brasil u otro equipo de elección, ahí sí individual. Nadie duda, empero, que la pasión nacionalista al identificarse con el equipo condenado sea genuina.
En segundo término, no son extrañas las pugnas entre generaciones, filiaciones políticas y toda división étnica o de clase e identidad de género, pensable entre mexicanos respecto a la legitimidad de usar naturalizados como refuerzos. Lo legal no es menester pues se da por descontado, como el hecho incontrovertible que no se trata jamás de una “selección ciudadana” a validarse por el Instituto Federal Electoral. La cuestión es si es posible naturalizarse en lo nacional, aceptando que no es ni será jamás reducible al estatus de ciudadanía. ¿Qué constituye eso de lo nacional en la crianza, nativismo, o experiencias comunes? De hecho, no hay nada de carácter nacional fuera de los símbolos y debajo o detrás de ellos está el vacío que la identificación llena. Ni el español se habla de manera universal, tampoco hay folclor compartido fuera de los medios, quedando el ritual de identificación ideológica como lo nacional. Con lo prosaico que es identificarse con la selección, destaca que ningún otro deporte hace converger a tantos en el consumo de sus imágenes y productos mercantiles, como que tampoco es posible suponer los mexicanos de todas las edades y condiciones compartan documentos de identidad. Ni la cartilla del servicio militar, tampoco la credencial del INE, cuantimenos el elitista pasaporte. Ninguno es obligatorio ni necesario para vivir en México, así faciliten el pasar desapercibido.
El simulacro de la nación se proyecta a través del lazo con el equipo, mientras que las relaciones de la sociedad del espectáculo generan y amplifican ese supuesto sentimiento primordial. No es de ninguna manera inmaterial pues es un negocio que mueve cantidades alucinantes de dinero, cuyo indicador más acabado es la playera oficial del campeonato. Se sabe que “la mexicana” está entre las más vendidas, no sólo en México y los Estados Unidos. Portarla en sus estadios, calle, frente al televisor, para hacer faena, o dormir supone aceptar una forma específica de perder y comprometerse a repetir el drama social en una catarsis colectiva, siguiendo casi por nota la partitura del antropólogo escocés (converso al guadalupanismo) Víctor Turner. Es en su anti-estructura y liminalidad que nos renovará en la experiencia de supuestamente “vender cara la derrota”. Ahora bien, pergeño estas malhadadas notas porque el hechizo que desde el 94 nos ha hecho lamentarnos tan satisfactoriamente del futbol y la nación (con y contra el NAFTA, el alzamiento neo-zapatista, y la defenestración del Chupacabras) está por terminar. Veintiocho años de simulación estudiada y pacto social del espectáculo han dejado de ofrecer su certeza tutelar. Los resultados de la semana anterior contra Nigeria, Uruguay, y Ecuador en “partidos de preparación de fecha FIFA”, dejan ver que es muy probable fracasar en la fase de grupos regresando al abismo y crisis de “nuestro” peor campeonato en Argentina 1978. Las derrotas contra Túnez, Alemania, y Polonia amenazan con repetirse en al menos dos casos. No se pasará a la siguiente ronda y sin otra reiteración ritualizada de catarsis queda el vacío. Acaso repitiendo aquel despertar a la miseria como preludio a “la crisis del 82”, esta nos impida seguir sustituyendo el repudiado realismo social con barato melodrama. Cómo volver a domesticar a la nación tras su naufragio es la más indeseable de las preguntas.