Ver para creer, esta es la frase que sintetiza el pensamiento del apóstol Tomás, quien se negaba a aceptar lo que sus hermanos le decían con respecto a la resurrección de Cristo, pues para Tomás, la vida después de la muerte era imposible. La frase de Tomás resulta para nosotros relevante porque somos animales principalmente visuales, de ahí que depositemos la mayoría de nuestras certezas en el sentido de la vista. Lo que vemos es lo que damos por cierto, mientras que lo que no vemos lo consideramos imposible o, al menos, dudoso, sin embargo, ¿cuánta de la información que la vista capta es fiable? Consideremos tan sólo que las imágenes que nuestros ojos captan las percibimos realmente al revés y es por un esfuerzo cerebral que éstas son dispuestas en la posición correcta (al derecho). Entonces, si lo que vemos no es tal cual lo percibimos, ¿podríamos creer realmente en lo que vemos?
El problema de creer únicamente en lo que vemos va más allá del hecho de que nuestros ojos perciban la realidad al revés. Cuando miramos lo que nos rodea, ¿qué es lo que en verdad vemos? Nuestra visión es selectiva, los dos ojos que poseemos contemplan un ángulo de visión de ciento treinta grados, sin embargo, nuestro rango visual, es decir, aquello que detalladamente podemos enfocar, es de apenas diez grados, cinco por cada ojo, y esto sin considerar problemas frecuentes como la hipermetropía, el astigmatismo o la miopía, u otros como el daltonismo, que modifica los colores del mundo, o la edad biológica de quien mira, pues incluso la vejez de los ojos modifica la forma en la que uno aprecia el mundo.
Considerando, entonces, las limitaciones físicas de nuestros ojos, así como la estrechez de nuestro rango visual, ¿qué tanto de lo que vemos puede ser creído? Y hay más, la lista de restricciones con respecto de lo que vemos aumenta cuando consideramos las diferencias físicas de nuestro entorno, siendo algunas de éstas: temperatura, color, masa, tamaño, peso, estado, etcétera. Miremos atentamente las letras que componen a este texto, o algún otro aspecto de lo que nos rodea, incluso de nosotros mismos, e intentemos ver cada uno de los detalles que componen aquello que hemos elegido observar. ¿De lo seleccionado podemos verlo todo? Seguramente no y es que es imposible verlo todo. ¿Cuántas veces no hemos pasado por alguna calle, por ejemplo, y seguimos descubriendo detalles en ella? En todo momento vemos y al mismo tiempo no vemos, ver es al mismo tiempo un ‘no ver’ debido a lo que discriminamos; para poder ver, hay que dejar de ver otras cosas que, a pesar de no ser vistas, existen. El aire, los microbios y los planetas, así como los insectos detrás de los muebles existen aunque no los veamos y sin importar si creemos o no en ellos. ¿Es válido entonces decir ‘ver para creer’?
Camile Flammarion fue un renombrado astrónomo francés del siglo XIX. Él se interesó por aquello que podemos ver, aunque se inclinó más por aquello que no podemos ver, o al menos no con nuestros ojos desnudos: los cuerpos celestes. Flammarion fundó la Sociedad Astronómica Francesa e hizo importantes aportes en el conocimiento del planeta Marte y de algunos de los satélites naturales de nuestro sistema solar. Una de sus obras principales es “La atmósfera: meteorología popular”, la cual es conocida por contener un grabado que hoy es denominado como el ‘Grabado Flammarion’, el cual representa a un hombre viejo que asoma su cabeza por afuera de la Tierra, consiguiendo ver lo que ya estaba ahí, aunque él no lo supiera: el cosmos.
Pero Flammarion no sólo destacó por su trabajo astronómico, sino también por su faceta como espiritista. Flammarion fue gran amigo de Allan Kardec, quien antes de asumir la presidencia de la Sociedad Espiritista de Francia destacó también como científico y filósofo. Flammarion y Kardec consideraron que los espíritus, más que ser fenómenos paranormales, son fenómenos naturales cuya explicación científica es posible y en correspondencia con fuerzas superiores a la humana. A la muerte de Kardec, Flammarion pronunció un discurso relativo a lo que existe, a pesar de que no lo veamos, de éste podemos citar las siguientes ideas:
«Los fenómenos físicos, en los cuales no se ha insistido, deben ser objeto de la crítica experimental. El Espiritismo no es una religión, sino una ciencia de la que apenas sabemos el abecedario. El mismo Dios no es más que un espíritu de la Naturaleza. Lo sobrenatural no existe, todo es de orden natural. Vivimos en medio de un mundo invisible que incesantemente se está manifestando en torno nuestro. A pesar de tener ojos, no vemos lo que aquí está pasando. ¿Con qué derecho pronunciaremos la palabra “imposible” ante hechos que evidenciamos sin poder descubrir su causa única? El cuerpo material no es más que un agregado transitorio de partículas que no le pertenecen y que el alma ha reunido para crearse órganos que la pusieran en relación con nuestro mundo físico. Y mientras así, pieza por pieza, se renueva nuestro cuerpo por medio del cambio perpetuo de materias, nuestro espíritu ha conservado perennemente su identidad indestructible, estableciendo su personalidad independiente, su esencia espiritual no sometida al imperio del espacio y del tiempo, su grandeza individual, su inmortalidad.»
El tiempo de los milagros ha terminado, asegura Flammarion convencido de que la ciencia se abre hacia un nuevo horizonte en el que incluso el espiritismo puede tener cabida, pues éste no es más que el conocimiento experimental de lo que sin poder ser visto, existe. Considerando, entonces, que hay realidades demostrables que están más allá de las capacidades de nuestros sentidos, ¿sería válido seguir afirmando que únicamente lo que puede ser visto es digno de ser creído? Digamos, por último, que el tema de la vista tiene una complicación más y ésta es la de la comprensión, es decir, de aquello que entendemos a partir de lo que miramos y es que no por el hecho de que veamos algo significa que habremos de entenderlo. ¿Si lo que vemos, no lo entendemos, cómo asimilaremos, entonces, la posibilidad de un mundo invisible?
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