Cuando caminamos, ¿quién o qué guía nuestros pasos? ¿Es nuestro andar voluntario o lo hacemos de alguna manera obligados? ¿Conocemos el camino por el que marchamos o lo descubrimos con cada uno de nuestros tropiezos? La pugna entre la predestinación y el libre albedrío es vigente en nuestros días. Algunos viven convencidos de que su andar está en correspondencia con un plan divino y que aunque no hay un plan escrito para su cuerpo, sí existe uno para su alma. Por el contrario, otros creen que la existencia es una consecuencia continua y constante de sus decisiones, de su libre albedrío, y que no hay ningún plan divino detrás. Esta segunda alternativa no precisamente niega la posibilidad de la existencia de lo sagrado, sino que tan sólo plantea que todo cuanto ocurre en la dimensión humana es resultado del quehacer, precisamente, humano. Dicho de otro modo, y recuperando las palabras del poeta Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.»
Todo camino implica siempre un descubrimiento, sobre todo si consideramos como cierto que el camino se hace al andar. Caminar es descubrir, es conocer, es arriesgarse a tropezar, a caer y a no levantarse más. Cuando caminamos asumimos un riesgo que podría tener consecuencias mortales, pero, irónicamente, lo mismo podría ocurrir si no lo hacemos, pues optar por no caminar es morir anticipadamente. El camino se hace al andar porque todo camino es individual. Nadie puede caminar el mismo camino del otro, nadie puede andar sobre las huellas del otro como tampoco es posible que nadie avance sobre nuestros pasos. El camino no existe antes de ser caminado y cuando avanzamos podemos tener la certeza de que siempre vamos en la vanguardia del camino, en la parte más adelantada del sendero, en la punta del descubrimiento.
Puesto que caminar siempre implica asumir un riesgo es que los antiguos griegos decidieron consagrar los caminos a la divinidad, concretamente al dios Hermes. Los griegos no creían que el camino respondía a un plan divino, es decir, no consideraban como posible la predestinación, pero sí pensaban que el camino podía estar protegido por una fuerza sagrada y es por ello que solicitaron la asistencia del dios Hermes en el andar de todo viajero. Hermes fue el dios elegido para custodiar los caminos debido a que él es el único que puede transitar entre las regiones de los vivos y de los muertos, de los hombres y de los dioses, y si bien Hermes no puede recorrer el camino por nosotros, para lo que sí está facultado es para susurrarnos alguna clave o precaución que nos haga reconsiderar la forma en la que caminamos. En este sentido, el susurro de Hermes nos llega mientras dormimos, pues así como él puede transitar entre la región de los vivos y de los muertos, también lo puede hacer entre la del sueño y la de la vigilia.
Pero no solamente los griegos se acogieron a una divinidad para que ésta cuidara sus caminos, también los hebreos lo hicieron, específicamente podemos citar el Salmo 91, atribuido al rey David, y que en su versículo número once dice: «Dios te envió a sus ángeles para que te cuidaran y custodiaran en todos tus caminos». Este salmo es conocido porque fue el que el emperador Carlos V asignó al escudo de armas de la Puebla de los Ángeles en la Nueva España, pero, independientemente del valor que el salmo podría tener para la historia novohispana, es de destacar la coincidencia entre los ángeles y el dios griego Hermes, pues ambas figuras etéreas han sido designadas para cumplir con la misma función: custodiar los caminos, los cuales, como ya hemos señalado antes, son peligrosos debido a que se van haciendo al andar, en este sentido, caminar es siempre un ir a ciegas, un transitar a través de las tinieblas.
Siguiendo el ejemplo griego y hebreo, en el catolicismo tenemos una figura tardía que también custodia los caminos, se trata de san Cristóbal, un cananeo de altura considerable que en su búsqueda de Dios aceptó un trabajo que consistía en ayudar a las personas a cruzar por un peligroso río. Cuenta la leyenda que un niño se le acercó a san Cristóbal (quien todavía no era santo) y le pidió que le ayudara a cruzar el río, el cananeo aceptó, cargó al niño y empezó a avanzar entre las aguas, pero a medida que caminaba él niño se iba haciendo más pesado. Cuando Cristóbal llegó a la otra orilla le dijo al niño que su peso era semejante al del mundo, a lo que el niño le respondió: «Yo soy el mundo, yo soy Cristo». San Cristóbal es hoy patrono de los caminos y a él se encomiendan aquellos creyentes que emprenden un viaje.
La figura de Hermes como centinela de los viajeros fue recuperada por la escritora Hilda Doolittle (conocida como H. D.) en un poema que tituló “Hermes de los caminos” y del que es viable rescatar los siguientes versos: «La arena dura se rompe, y sus granos son claros como el vino. Lejos el viento, jugando en la ancha orilla, haciendo pequeñas crestas y grandes olas, rompe. Pero más allá de los muchos caminos de espuma del mar, lo conozco de los caminos triples, Hermes, el que espera. Dudoso, frente a tres caminos, recibiendo a los viajeros, aquel a quien el mar–huerto refugia desde el oeste, desde el este el viento del mar; frente a las grandes dunas… Hermes, Hermes, el gran mar espumoso rechinó sus dientes sobre mí; pero tú has esperado, donde la hierba marina se enreda con la hierba de la orilla.»
Que el camino es siempre una experiencia insólita lo atestiguan las figuras de Hermes, de los ángeles y de san Cristóbal quienes son invocados por los viajeros a fin de que éstas potestades divinas velen por sus pasos. Todos caminamos, voluntariamente o no, por un camino que desconocemos. La existencia es un tránsito que empieza con el nacimiento, obtiene su significado con la vida y desaparece con la muerte, única meta segura y común para todos los caminos. El poema de H. D. guarda correspondencias con el de Machado, pues éste escribe que el camino se hace al andar, mientras que ella atestigua que la experiencia humana no es más que una ola de mar que nace de manera incierta con el aire y termina dejando caminos de espuma.
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