Marco Alejandro Ramírez Medina
El prisionero estaba atado al instrumento de tortura. A cada lado sus compañeros temblaban de miedo. Con voz firme el prisionero dijo a sus amigos: “No temblamos antes y no hay razón para hacerlo ahora. Si de todas maneras hemos de morir que sea con valor: ¡Viva México!
¡Qué viva! Respondieron con firmeza sus amigos. Y en ese momento el verdugo giró el tornillo y el prisionero sintió que una garra le sujetaba bruscamente la garganta; nuevamente giraron el tornillo y el prisionero enrojeció a falta de aire. De pronto se escuchó un chasquido que indicaba la rotura de la tráquea y de la columna vertebral. Las vértebras cervicales habían saltado de su sitio; sin apoyo, el noble rostro del prisionero se inclinó hacia un lado, para siempre.
Días después, el hijo del prisionero recibió una carta donde le anunciaban sobre la ejecución de su padre en una silla de tortura denominada garrote vil. La carta decía así:
Excelentísimo señor General Don Nicolás Bravo:
Tengo la pena de manifestar a Ud. que, por órdenes expresas del Virrey, con fecha trece del actual fue muerto su señor padre, el general Leonardo Bravo con el valor y la serenidad que siempre lo distinguieron. Deploro tanto como Ud. suceso tan infausto, aunque le recordaré que es una gloria morir al servicio de la Patria.
De todos modos, como respuesta a la anterior noticia, sírvase de pasar cuchillo a los 300 prisioneros españoles que tiene en su poder. Yo haré lo propio con los prisioneros que aquí guardo.
Cuartel General de Tehuacán a los 17 días de septiembre de 1812.
Atentamente. José María Morelos y Pavón
Al leer esta carta, el general Nicolás Bravo, se dejó caer sin fuerza y sin poder contenerse lloró en silencio ante sus oficiales. Su padre había muerto defendiendo la causa independentista. Lentamente se incorporó mirando hacia el lugar donde se encontraban los 300 prisioneros españoles que debía ejecutar; mandó llamar al capellán P. Sotomayor para que les proporcionaran los santos óleos a aquellos infortunados. Al día siguiente debía cumplirse la orden de ejecución.
Una parte de su ser clamaba venganza, pero sabía que el fusilamiento de aquellos inocentes era una represalia monstruosa y casi tan injusta como la muerte de su padre. ¿Dónde quedaba el sentido real de aquella guerra de Independencia que luchaba precisamente contra la injusticia? ¿Y cuál sería en adelante, el significado de los estandartes religiosos que debían transmitir humildad y la suprema generosidad cristiana? Tomó una pluma y se puso a escribir unas breves, pero inmortales palabras…
Según narra el historiador Ubaldo Vargas, a las 7 de la mañana, los prisioneros españoles estaban alineados para el fusilamiento en medio de la plaza rodeados por la muchedumbre cuando apareció imponente Nicolás Bravo, “luciendo gallardamente su brillante uniforme de lujo: sombrero de tres picos, casaca azul, pantalón blanco, botas negras de piel, espadín y banda azul”. Miró al cielo, pensando en la terrible muerte de su padre y extrayendo de su casaca un papel en el que había escrito sus nobles palabras, leyó con solemnidad: En nombre de la Patria, que no quiere esclavos ni cadáveres: ¡Pueden marcharse a donde gusten, pueden irse! ¡Están libres! “Mi venganza es el Perdón”.
Los prisioneros españoles que no daban crédito a lo que escuchaban, conmovidos por una intensa alegría y franca admiración, agradecieron con lágrimas aquel acto inusitado. La gran mayoría mostró su gratitud abandonando el uniforme español para unirse al bando mexicano.
Aquella mañana de septiembre, el magnánimo general Bravo pasaría a la historia con el sobrenombre de “El Héroe del Perdón”. Este hecho es tan importante (y a veces olvidado) que cada Grito de Independencia que se realiza en El Palacio Nacional de la Ciudad de México, se desarrolla frente a una pintura que recrea este acontecimiento histórico.