¿Para qué permitir que nazca aquello que está destinado a morir? ¿Es un acto de amor engendrar a una criatura que en tiempos futuros será entregada a la tierra, o, antes bien, evitar que se forme aquello que inevitablemente estará llamado al descenso? ¿Somos conscientes de que todo cuanto hoy vive, desaparecerá junto con nosotros? Podrían parecer ociosas estas preguntas, pero si deseamos salir del automatismo con el que diariamente vivimos, es preciso buscarles alguna respuesta, no importando la veracidad de la misma siempre que ésta sea producto de un ejercicio reflexivo sincero. Y es que hay que meditar en el tema, aunque sea sólo por una vez. Levantemos la mirada y observemos a los seres que nos rodean, a las personas, a las plantas, a los animales y seamos conscientes de que todos ellos habrán de desaparecer en algún momento. ¿Cuál es la finalidad de esta maquinaria en la que sus piezas son renovadas constantemente? ¿Hacia dónde apunta su movimiento? ¿Cuál es la obra que de su esfuerzo resulta?
Somos engranajes, girando y girando sin saber porqué, pero lo hacemos. Nuestro movimiento produce más movimiento y ese movimiento, otro a su vez y hasta el infinito. Las piezas viejas son separadas de la gran máquina y otras nuevas ocupan el lugar que han dejado. Cuando llegamos, cuando salimos de nuestra madre, la gran máquina ya estaba aquí e indudablemente seguirá cuando expiremos. ¿Si cada pieza es reemplazable, somos necesarios? ¿Tiene la gran máquina consciencia de nuestra existencia? ¿Sería posible que todos dejáramos de girar al unísono y que la gran máquina detuviera su avance? No hay respuesta y eso es lo que nos atemoriza, por eso hemos creado el camino de la ciencia y la senda del espíritu, pero lo cierto es que nadie que los haya recorrido hasta su extremo final ha vuelto para decirnos qué ocurre una vez que la hora de la expiración hace sonar su campana.
El papa Inocencio III, quien vivió en el siglo XII de nuestra era, tuvo una particular y negativa visión del mundo, a pesar de la condición privilegiada en que se hallaba. En su obra “Del desprecio del mundo o de la miserable condición humana”, habla de la siguiente manera: «‘¿Por qué salí del vientre de mi madre, para ver trabajo y dolor y que se consuman en la confusión mis días?’ Si tales cosas de sí habló Jeremías, a quien Dios santificó en el útero ¿qué diré yo de mí a quien mi madre engendró en el pecado? Soy hijo de la amargura y del dolor. ¿Por qué no morí en la vulva de mi madre? Hubiera sido trasladado del útero al sepulcro. Nacemos para el dolor, volvemos feas las cosas que son decentes, vanas las ordenadas, convertimos las comidas en gusanos, somos masa de putrefacción. Fuimos nacidos para el trabajo, el dolor y, lo que es más miserable, para la muerte. Somos putrefacción que hiede, somos suciedad horrible.»
Nacemos para el dolor, sí, como también, para la muerte, Inocencio III no se equivoca; tampoco yerra cuando dice que nacimos para el trabajo, pero, ¿en el resto de sus ideas podríamos dar por hecho que está en lo correcto? Cierto es que en esta vida el dolor se nos presenta cuando menos lo esperamos, pero también es un hecho que el dolor bien asimilado, reflexionado e interiorizado es lo que nos fortalece ante las adversidades, las cuales siempre serán tantas como inevitables. Innegable es también que nacemos para el trabajo, entendiéndolo no desde la perspectiva de tener un empleo, sino como los incontables esfuerzos que tendremos que hacer cada día para mantenernos girando en esta indescifrable maquinaria. Y verdadero es, además, que nacemos para la muerte, sin embargo, y en esto hay un punto de acuerdo entre la ciencia y la espiritualidad, la muerte no es más que la continuidad de aquella chispa de vida que en un lugar ignoto inició sin nosotros y que hoy, por estar aquí y vivos, requiere de nosotros para su transmisión. Sí, nacemos para la muerte, para el dolor y para el trabajo, pero de cada quien dependerá que esa muerte, ese dolor y ese trabajo tengan un sentido útil o sean una condena.
Nunca ni nadie descubrirá el sentido de esta maquinaria en la que todos giramos, sin embargo, tampoco nunca ni nadie abandonará el propósito de buscarle un significado a su movimiento y esto es porque para cada uno de nosotros es imposible aceptar que algo carezca de sentido. Lo absurdo es inaceptable para nosotros y es por ello que cada quien dotará a la realidad exterior de los atributos y miserias de su realidad interior. En el caso de Inocencio III, si el mundo y el hombre no son más que tormentos y putrefacción fue porque en su dimensión interior no había nada más que escorias, lo cual es irónico, pues Inocencio III fue uno de los más grandes teólogos de su tiempo, es decir que conoció bien el contenido de los evangelios, sin embargo, es evidente que los caminos de la teoría y de la práctica no siempre avanzan juntos y esto lo constatamos cuando notamos la ausencia de la palabra ‘amor’ en el discurso del mencionado papa. A este respecto vienen muy bien las palabras de Pablo de Tarso que dicen: «Aunque conociera todos los misterios y toda la ciencia, si no tengo amor, no soy nada», palabras que aplican bien en Inocencio III, quien poseyó toda la ciencia de la teología, pero nunca, al amor.
Volvamos al inicio. ¿Si aquello que habremos de engendrar estará condenado a morir, valdrá la pena que sea engendrado? ¿Es lícito satisfacer nuestra voluntad para crear a alguien que irremediablemente será entregado a las manos del dolor, del trabajo y de la muerte? No hay respuesta única y las palabras que utilicemos estarán en función de lo que nosotros entendamos por dolor, trabajo y muerte. Si la triada anterior la concebimos desde la perspectiva de Inocencio III, absolutamente nada valdrá la pena, pues estará sentenciado desde su concepción, pero si al dolor, al trabajo y a la muerte no los entendemos como senderos funestos, sino como vías de realización y de prolongación del ser, valdrá la pena correr el riesgo. En esta inmensa maquinaria llamada mundo cuyo funcionamiento desconocemos, no somos más que engranajes temporales, vehículos por los que la vida y la existencia se prolongan hasta confines insondables. No hay respuestas únicas, no por ahora, pero sí, una certeza: que todos vamos del útero al sepulcro.