Con la inexorable puntualidad de los calendarios cívicos, políticos, y religiosos entre finales de febrero e inicio de marzo conmemoramos la pandemia Covid 19. Seguiremos sin estar de acuerdo respecto a cuál fue el primer paciente propiamente reconocido y si hacerlo oficialmente estigmatiza antes que ser útil, pero entre el ejecutivo que regresó de Europa pasando por el hervidero italiano, el turista chino que deambuló por la Ciudad de México y el primer muerto confirmado tras un concierto que no se canceló, tenemos. Los tres son hombres adultos heterosexuales “nonWhitexicans” de distintas clases sociales y cualquiera funciona. Dadas las complejidades del momento político y la temporada de carnavales, ningún otro sujeto podría ocupar el estatus de vector y amenaza. Lo cierto es que cada año de la pandemia ha sido muy diferente, yendo del escepticismo y temor que no atinaban cómo articularse en 2020 al pánico ante el pico de muertes en la ola invernal de festejos, poniendo todas las esperanzas de control en la improbable vacuna en 2021, hasta el deseo que las cosas volvieran a cierta normalidad en 2022. Ciertamente estamos a unas semanas que entre la OMS y los Estados Unidos declaren terminada la pandemia, pero eso no necesariamente significará forclusión alguna.
Ya con tres años acumulados es que las cifras de la pandemia comienzan a hacerse evidentes. Tanto los intentos de subconteo gubernamental como las exageraciones de sus impugnadores han perdido eco. Sabemos fue cercano a los tres cuartos del millón de personas. Se pueden sumar o quitar algunas docenas de miles, pero no variará mucho y en sí un número tan desproporcionado nos es inimaginable. Sabemos también que el manejo gubernamental cargó a las familias el grueso de la atención, pues el sistema público de salud se colapsó, y sabemos sobre todo que la mortalidad fue una expresión de la violencia estructural de la sociedad mexicana. Hombres subempleados sin acceso a atención médica o seguridad social con las comorbilidades de la pobreza fueron abandonados a su suerte. Además de ello se logró imponer a regañadientes y de manera imperfecta, una etiqueta pública que no sabemos sirva para más, pero separa a los que quieren creer que sí de los que están forzados a seguirla o los escépticamente cínicos. El cubre bocas es a la vez señal de virtud y educación como el recurso de la resignación. Quiénes lo portan lo mejor que pueden lo hacen porque esperan les proteja, pero realmente saben es una pose. Los que lo usan de mala manera se están burlando de todo el irigote pero no serán recriminados por nadie, mientras que los buscapleitos se muestran descarados.
Los nuevos desarrollos en el Atlántico Norte sobre las vacunas y el virus plantean debates para los que no tenemos suficiente información corroborada. El oxímoron del “milagro científico” de las vacunas ha cedido ante la evidencia de efectos no deseados en diferentes poblaciones. Paradójicamente son las vacunas que usaron el ARN, aquellas del mundo desindustrializado y civilizado las que hoy enfrentan el mayor escrutinio y descrédito. Demasiado caras para las periferias miserables, circularon como donaciones, pero hoy parece un alivio hayan sido otras las empleadas. No sabemos qué efectividad tiene ninguna a largo plazo, pero tampoco nos interesa saber cuáles han sido prohibidas dónde y por qué. Sabemos sí, que los modelos de confinamiento echaron mano de aparatos de propaganda histéricos que lograron “apanicar” a buena parte de la sociedad capaz de aprovechar las ventajas del recogimiento. Como también que los efectos más indeseados no son sobre la economía sino sobre la socialización de los menores. Seguiremos debatiendo cómo lisiaron a la educación y los estragos causados sobre la salud mental. Si bien siempre hubo debate alrededor de las instancias previas, es la creciente certeza de una tercera la que garantiza se siga peleando al respecto. Crece en los aparatos de inteligencia estadounidenses el consenso que sí fue un virus modificado en laboratorio y que se propagó por error humano. Saber por encargo de quién, con qué objeto y bajo cuáles condiciones, será materia de todo tipo de ataques y negaciones. Desde audiencias en el congreso estadounidense hasta series y películas de todo presupuesto a propósito, marcarán cómo es que se le da sentido a perdidas y dolor por todas partes. Aquí no cabe esperar mesura de nadie y las interpretaciones en disputa serán alucinantes. Es tal nuestra ignorancia y falta de sofisticación que requeriremos de “narrativas” antes que de historia. Las pelis de vaqueros se quedarán cortas en trama, racismo, y oligofrenia.
La pregunta más tenaz con la que seguiremos viviendo pero que es menester plantearse en la conmemoración es ¿qué aprendimos? Ahí son tan importantes las cavilaciones personales como el confrontar las conductas y representaciones sociales. Cuáles fueron los comportamientos de quienes tenían la obligación de actuar responsablemente por la autoridad conferida, como aquellos grupos que decían saber más y podrían haberlo hecho mejor. Los modelos asiáticos, euroamericano y arcaicamente “tercermundista” deben ser revisados. Primero para saber si podemos agruparlos así o cuáles serían preferibles, también desmenuzar dentro de ellos las estrategias compartidas. En ello es tan relevante la epidemiología como la política comparada. “A la final” eso es la política: el mandato para repartir dolor y muerte por (des)atención. Esos modelos deben ser desagregados y con su análisis debatir académicamente, pero también precisamos que sea en la plaza pública (en sus variadas formas) donde ocurra. Ahora que se ha simplificado el campo político a estar o bien con el nuevo partido de Estado del presidente o contra él vía el subterfugio del INE, es importante no quedarnos con versiones predigeridas. Personalmente, considero no aprendimos nada. Estoy cierto que ante una posible reiteración pandémica estaremos idénticamente desvalidos. Sin embargo, estoy dispuesto a aprender. Menos de microbiología y más de sociología política, pero sobre todo de la experiencia de aquellos con quiénes mantuvimos la insana distancia dejándoles morir solos. El rencor es entendible y puede definir el futuro inmediato. No nada más las elecciones venideras.