Siendo la piedra angular de lo que los politólogos solían llamar el “sistema político mexicano”, el sexenio es objeto de escrutinio y fuente de debate entre varias escuelas. Desde aquellas que lo denuestan como demasiado costoso al concentrar poder extralegal a cambio que no haya re-elección, hasta los que ven en él una solución sublime a los problemas del caudillismo comunes al resto del hemisferio (Cfr. FDR). Vinculado al “presidencialismo” en oposición al parlamentarismo, el sexenio es motivo de análisis (disección), interpretación (alegoría), deconstrucción (poesía) y comparaciones. Eso desde los exabruptos de la sociología espontánea, echando mano de las modas supuestamente teóricas, hasta la numerología más cabalística que estadística. No es raro que cualquier administración sexenal se sume a otras con las que construirá periodos de doce, dieciocho o más años, así como proponer a cuál de los previos se parece más y por qué. Suele haber más de un candidato y así nos metemos de lleno a la pasión de armar gólems. Independientemente de los ríos de tinta y montañas de papel, así como colecciones en pdf, todos los sexenios tienen un arranque vertiginoso seguido de una fase de estabilización antes de entrar en franco declive. No es posible aplicarles curvas de campana con meses o años regulares, pues parte de su chiste es que cada uno es diferente y oscilan del pasmoso continuismo a los reclamos de ruptura.
Lo anterior viene a cuento porque esta semana parece innegable que el sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador comenzó a menguar. Para algunos analistas, opinólogos y púnditos será temprano, otros lo negarán, pero hay dos cosas que deben considerarse. Primero que comenzó, de hecho, a actuar como mandamás desde meses antes de ser investido con la banda presidencial. Dada la audacia de sus desplantes y la ruptura que él anunció contra la larga noche neoliberal (iniciada formalmente en 1982) en sus fases tecnocrática-autoritaria unipartidista (hasta el 2000) y de alternancia gatopardista entre dos partidos (hasta el 2018), generó expectativas demasiado altas. Si se cumplía la ruptura histórico-estructural, su oferta y horizonte de posibilidades serían de esperanzador bienestar. Antes que detenernos a enumerar las múltiples limitaciones, fallas y carencias, es claro que quedó corto. En segundo lugar, y de manera determinante los límites contra los que está chocando, sin posibilidad de doblegarlos, hacen que desde la misma mañanera se comience a hablar del siguiente sexenio. Esos límites están en la relación con la administración Biden de los Estados Unidos, el choque contra el poder judicial en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y finalmente la dificultad para hacer irrelevante a más órganos autónomos.
La relación con la administración Biden no ha sido tersa y son demasiados los desacuerdos, pero se basa en un chantaje mutuo. Si no se dejaba actuar independientemente del marco del NAFTA 2.0 (USMCA) al presidente respecto a la energía eléctrica, el maíz transgénico y la política interna, México no tenía por qué seguir en su vergonzante papel de patrulla fronteriza de traspatio, conteniendo flujos migratorios. Correspondientemente, si México podía mantener control de su frontera norte, no habría por qué opinar de la manera en que se desgobierna chacoteramente. No hay un evento desbordado que ofendiese a los estadounidenses ni al presidente Biden. Vaya, ni siquiera el apoyo de México al gobierno ruso en su campaña en Ucrania. Eso simplemente nos confirma como parte de la Tricontinental y nadie—fuera de los pochos nacidos en México y “Whitexicans” gustosos del Kool-Aid de FOREIGN AFFAIRS (en el mejor de los casos)—puede reprocharlo. Simplemente el fantasma de la elección estadounidense de 2024, casi concurrente con la mexicana, hizo insostenible el mutuo entendimiento. México puede jugar a la piñata de campaña de Donald Trump, Ron DeSantis, o Nikky Haley porque el interés del grupo gobernante en México está con el Grand Old Party en sus transmutaciones de MAGA, anti-Woke y pro-familia. El fundamentalismo evangelista es el punto de convergencia. Al hacerlo le resta capacidad al partido del mulo demócrata para sus chorradas multiculturalistas, incluyentes y de una coalición del arcoíris. De ahí que migración y tráfico de fentanilo hayan entrado a la misma bolsa de seguridad y la administración Biden muestre la soga con que planea lazar (y en su caso linchar) a quién decida desafiarlo. Ambas, el linchamiento de mexicanos en la frontera y su identificación con la gran coalición democrática del sur, son parte de su herencia y no tienen que renunciar a ella, sin importar la cantidad de pronunciamientos hipócritas al respecto. Así, desde los medios y con filtraciones estrechan el cerco al grupo del presidente. Desde el secretario de la defensa, hasta familiares y él mismo son trofeos para campañas políticas estadounidenses. Podemos inferir que no sólo los Chapitos—como grupo de hermanos—están infiltrados.
Internamente, el presidente perdió la apuesta por seguir controlando a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La evidencia contra la ministra plagiaria es contundente. Al no ceder en sustituirla se pasó al ataque contra la ministra presidenta y eso cambió el escenario. Por espíritu de cuerpos, simultáneamente los jueces están en libertad de hacer su trabajo sin consideraciones a la agenda del ejecutivo, al tiempo que exhiben a los ministros rastreros que siguen en la corte. Es predecible que a las recientes sentencias adversas sobre el plan B de reforma electoral y al paso de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, sigan otras tantas. Los ataques malsanos desde la oficina de la presidencia y las granjas de bots en redes sociales no tuvieron el efecto deseado. En vez de acobardarse, la ministra presidenta con la mayoría en la SCJN ha decidido hacer su trabajo como mejor lo entienden. Finalmente, un par de fracasos por limitar a otros órganos autónomos desde el legislativo evidencian la falta de perspectiva sobre el corto plazo. En primer término, la amenaza de acotar al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Si bien habría mucho que discutir sobre sus atribuciones e imposición de medidas compensatorias, no se logró el consenso ni siquiera dentro del partido gobernante. Más dañino aun resultó el pasmo del Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI). La mayoría de los ciudadanos no tenemos claras sus funciones, atribuciones y alcances, pero la forma específica como se lanzó la campaña para inutilizarlo reveló el temor que despierta entre la clase gobernante. Ahora sabemos que es gracias al INAI que se pueden documentar los fraudes y desfalcos, abusos y corruptelas que marcan no sólo a esta administración sino a todas. Despierta duda sí, que sea tan claro el querer dejar “todo atado y bien atado”, como en la frase de Francisco Franco antes del fin del sexenio. Si el latrocinio a probar será mayor o menor, está por verse. No así que sea su abrumadora certeza la que marque la orden para hacer cochinitos y maletas.
Es de sentido común que acorralado, cualquier contendiente es más peligroso porque no tiene otra opción que prevalecer. Así, veremos cómo se tuerce el aparato institucional para tratar de aislar y protegerse ahí donde todos somos vulnerables: popa y familia. Ahora bien, son demasiados los “asegunes” para que ello ocurra. Contar con la lealtad del gabinete y otros poderes, tanto institucionales como fácticos, al inicio del sexenio es sencillo y obsequioso. No así al término, cuando cada grupo comienza a negociar por separado. No es del todo cierto que las complicidades den para librar el cerco. Quiénes compitan por sustituir al presidente lo usarán como lastre para golpearse con la saña “que les da el miedo”.