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La naturaleza, es decir, todo lo que nos rodea, incluido aquello fabricado por mano del ser humano, es un fino velo que recubre al cuerpo de la realidad y a su corazón, que es la Verdad. Cuando miramos a la naturaleza, sólo nos percatamos de su apariencia, pero no de su esencia, y debido a la debilidad de nuestros sentidos y pensamientos confundimos a la apariencia con la sustancia. Suponemos que conocemos el mundo, pero, en realidad, estamos lejos de comprender sus arcanos, de sus misterios y de sus secretos.
El diseño de la naturaleza es también un enigma, algunos consideran que este diseño es obra de una inteligencia superior, “divina”, la llaman algunos; también hay quienes afirman que, a pesar de su majestuosidad, la naturaleza es producto del azar. Sin embargo, el buen observador notará que nada está de más en el diseño universal, desde las supernovas y hasta los virus, pasando por todo tipo de minerales, materiales, elementos y organismos tiene un porqué del que muchas veces ignoramos su sentido. Cuántos de nosotros, por ejemplo, no hemos pensado en que sería mejor el mundo si los mosquitos, las cucarachas u otras “alimañas” no existieran, sin embargo, incluso esos animales que podrían sernos tan molestos desarrollan un papel fundamental en la existencia.
La lectura y el estudio de los libros, tanto los buenos como los malos, son útiles para desarrollar el aprendizaje, sin embargo, a fin de cuentas todo texto no es más que letra muerta, teoría fría y alejada de lo real. Es por la experiencia que el conocimiento (que es superior a la información) se nos arraiga, ¿y qué mejor forma de experimentar que entregándonos a la observación, meditación y contacto de la naturaleza, que no es más que un libro abierto y pleno de enseñanzas? Si vamos a alcanzar la sabiduría será porque comprendemos las partes y elementos de nuestro entorno, y no porque hayamos pasado horas devorando páginas y páginas.
De las especies de la naturaleza, quizás sean las vegetales las que mejor pueden despertarnos pensamientos filosóficos. Por ejemplo, pensemos en las flores, desde la semilla y hasta el fruto, pasando por la planta o el árbol, hay un sentido y función de cada una de las etapas de su desarrollo que podríamos relacionar con las de nuestra propia vida. Han sido muchos los poetas, místicos, filósofos y demás que han hablado de la infancia, la juventud, la adultez y la vejez en términos de semilla, tronco, fruto y marchitación del ser. La analogía entre el ser humano y las flores es pertinente, sin embargo, la duda que está suspensa en el aire y lo que ocurre después de la muerte, pues mientras que de las plantas podemos atestiguar su florecimiento después del ciclo de las estaciones, no podemos afirmar lo mismo de nosotros.
La naturaleza no tiene fin y tampoco un principio, es eterna en sus transformaciones y todo en ella está íntimamente interrelacionado, aunque no lo comprendamos. La naturaleza, en todo momento, se está gestando a sí misma, pero también autoaniquilándose; la vida se sustenta de la muerte, como la muerte, de la vida. Sin embargo, en términos de la naturaleza, aquello que llamamos muerte no existe como tal, para nosotros la muerte es la desaparición del ser, pero la naturaleza no es un ser, sino un todo sujeto a continuas metamorfosis, de ahí que toda muerte no sea más que ilusoria, pues la vida, que está en la naturaleza, se abre camino siempre.
La naturaleza nunca muere, tampoco se crea, sólo se transforma, ¿será acaso que lo mismo ocurre con nosotros cuando, semejantes a un fruto maduro, perdemos toda función y utilidad? El libro blanco, atribuido al gran iniciado Ramtha, dice de los ciclos lo siguiente:
«¿Eres acaso menos que las flores? ¿Cuál es su vida? Ellas nacen de los grávidos capullos. Su maravillosa esencia llena el aire de un aroma que hace que todas las cosas se regocijen en la promesa de una nueva vida. Así, la maravillosa flor deja una semilla para poder volver. Y cuando cae la flor y llega el fruto, y cuando la fruta se ha consumido, el árbol empieza a estremecerse y va perdiendo sus maravillosas hojas. Cuando el gran silencio blanco llega, ¿dónde están las flores? en el recuerdo, están en la sabiduría, están en el fruto de la pasada primavera y están volviendo de nuevo. Si la continuidad de la vida se puede ver en una simple flor, ¿por qué crees que eres menos que la vida de ésta? ¿Crees que sólo floreces en la primavera, produces tu fruto en el verano, pierdes tus hojas en el otoño y luego mueres en el invierno? Pero ¿no eres tú mucho más que la mejor de las flores? ¿No es tu vida más importante? Realmente lo es, y así como las flores continuarán floreciendo cada primavera, así vivirás tú, vida tras vida tras vida. Qué fábula podrían contar tus flores de todas las estaciones que has visto. La muerte es una gran ilusión, porque lo que ha sido creado nunca puede ser destruido. La muerte es sólo del cuerpo. La esencia que habita y opera el cuerpo pronto volverá y se integrará en otro cuerpo, pues la fuerza vital que vive entre las paredes de la carne es siempre continua.»
La observación de las flores es la observación de uno mismo, así como la comprensión de todo lo que nos rodea. Las flores son la promesa de la renovación, de la regeneración, del retorno. El miedo a la muerte es comprensible, pero la observación de la naturaleza podría ayudarnos a mitigar cualquier dolor. Después del invierno vuelven las flores, y parece ser que así volveremos nosotros, quizás en otras formas, pero con la misma esencia. ¿Qué podrían decirnos las flores de todo lo que han visto en cada una de sus regeneraciones?, ¿y qué podríamos decir nosotros si tuviéramos en mente nuestros ciclos pasados? Puesto que todo se transforma, la muerte no es más que una mala interpretación de la realidad. Lo que ha sido hecho, no puede ser destruido, y por ello toda muerte, aún la nuestra, no es más que una gran ilusión.