José Agustín*
Salí al patio. Era un día soleadísimo, sábado 7 de julio de 1971…
Regresé al sol del patio. Apenas eran las doce ymedia. Pensé en toda la cuestión de la mariguana que infelizmente me había llevado a la cárcel. Una vez más me pareció que obviamente yo había sido aprisionado porque me correspondía, pero era lamentable la causa, aunque me ennobleciera ser preso macizo. Nunca creí que la mariguana o los alucinógenos fueran panaceas de algún tipo.
Eran un vehículo. Yo los experimenté como medio de exploración de áreas desconocidas de mí mismo: un autoanálisis, con todos los riesgos que implicaba. Era evidente que de todas esas drogas la mariguana era la menos importante, y por tanto quizá la más peligrosa; yo me había aficionado a fumarla como tantos otros en esa época pero nunca decreció mi capacidad de trabajo, mi creatividad, mi participación constructiva en la sociedad. Me parecía grotesco que fumarla pudiese llevar a la cárcel. Mis errores en Ya sé quién eres no se debieron a los alucinógenos sino a una extrema confusión, a la horrenda desprogramación que causó mi forma inmadura de tronar con mi esposa y con Angélica María. Por eso, y por regarla en mi película merecía ir a la cárcel, no por fumar mariguana.
Desde antes había expresado públicamente mi simpatía por una despenalización del consumo de la mariguana, como ya ocurría en varias partes de Estados Unidos y de Europa; pensaba que el consumo y la venta de la mariguana debían legalizarse y reglamentarse con los condicionantes de rigor, la prudencia necesaria y la conciencia plena de la complejidad del asunto. Sería la única manera de acabar con el tráfico y los traficantes, que (como decía John Kayen “The pusher”) son los verdaderos monstruos; esos supermillonarios disponen de inmensos terrenos, flotillas de aviones y helicópteros, armas y dinero sin límite, y continúan sus operaciones sin mayores problemas, con algún chivo expiatorio de vez en cuando, mientras caen presos los que trafican en baja escala, los campesinos que la siembran y los que la consumen.
Los chavos en especial eran vejados, golpeados y encarcelados con todo el rigor de la ley y la pesadilla de la burocracia, para la cual el tiempo no existe. Antes conocí a muchos chavos macizos, pero en mi estancia en Lecumberri vi hileras interminables. Muchachitos de clase media o de clase baja que aún eran frescos, románticos, ingenuos, con mayor o menor inteligencia, con fallas y virtudes como cualquier otro, en Lecumberri hallaban el lado más negro y sórdido de la sociedad, las puertas a la corrupción y la degradación profundas, al vicio de las drogas peligrosas: la tecata, o heroína rebajada, los barbitúricos o el cemento. Ninguno de esos muchachos debía, con toda justicia, considerarse delincuente. Ni ser estigmatizado como drogadicto por haber fumado mariguana unas cuantas o infinidad de veces. Nada de eso era ni remotamente comparable a asesinar, robar, violar, lesionar, defraudar.
Además, en esa época fumar mariguana era ir con una corriente colectiva, una fiesta que no podía durar mucho. La sociedad no mostraba ni comprensión ni sabiduría, sino, más bien, hipocresía, fariseísmo.
Donde se intriga, se traiciona, se envilece; donde se justifican asesinatos masivos y la explotación, donde se permiten prácticas políticas, comerciales, industriales, profesionales, financieras, deportivas y culturales impregnadas de usura y de la más vulgar materialidad, donde todos se intoxican con alcohol, estimulantes, tranquilizantes, calmantes, modas, televisión o fanatismo, de pronto todos se erigen en defensores de la salud, de la virtud, y se escandalizan, satanizan a muchos jóvenes que rechazan la miseria moral en que se vive y lo manifiestan dejándose las greñas, oyendo rock y atacándose con mariguana y otros alucinógenos. Despeñarlos en la cárcel, especialmente en la de Lecumberri, era a todas luces excesivo. Estar en la prisión, por muy bien que le pueda ir a cualquiera después, es demasiado brutal, injustificado e inapropiado para enfrentar un problema de hondas raíces sociales y sicológicas.
Ese día, sentado en la banquita bajo el sol, esperando una boleta de libertad que tardaba tanto en llegar, era consciente de que en mi vida se cerraba un ciclo y se iniciaba otro. No sabía entonces cuánto tiempo, cuántos padecimientos, me llevaría cerrar la herida que apestaba a Lecumberri, en verdad un sitio cargado con las peores vibraciones de México. Debieron derruirlo…
A las tres, frente a la H ya se habían formado, vestidos de civil, los que iban a salir libres. La angustia estaba a punto de desbordarse cuando me llamaron al Polígono, a donde llegó el oficio. Allí estaba ya Salvador, atónito: nadie le había dado la menor indicación de que saldríamos ese sábado, y yo no quise hacerlo porque, para empezar, ni siquiera estaba seguro y no quería esperanzarme ni esperanzarlo en vano como tantas otras ocasiones. Del Polígono fuimos al cuartito donde los policías se cambiaban de ropa y volvían a ser gente del pueblo, y donde también lo hacían quienes saldrían libres. No nos la hicieron cansada, como a tantos que se van. Estampé las últimas huellas, me despedí de los tecos con que había hecho migas, y finalmente llegué a la calle.
José Agustín
El rock de la cárcel
Editores Mexicanos Unidos
México, 1985