Miguel Martínez Barradas
Llegamos a la vida sin pedirlo y nos vamos sin quererlo. Y entre el nacer y morir sucede el enigma de la existencia. La búsqueda incesante de una verdad que dote de sentido a nuestra marcha. Nacimiento, vida y muerte. ¿Eso es todo? Evidencias no tenemos de la plenitud ultraterrena, como sí de las angustias cotidianas. ¿A qué venimos? Pareciera que a ver morir todo aquello que amamos.
Pero, a pesar de lo anterior, la vida no es sufrimiento, como tampoco es maldad, egoísmo ni sinsentido. El lenguaje transforma a la realidad, modifica nuestros ojos. Y no es que la existencia sea lo anteriormente dicho, sino que sencillamente en la vida hay sufrimiento, como también hay maldad, egoísmo y sinsentido, pero éstas son apenas algunas de las partes constitutivas del enigma que, como todo regalo, nos llega sin pedirlo.
La conocida sentencia alquímica dicta: «lee, lee y vuelve a leer; estudia, ora y trabaja; vuelve a leer y vuelve a trabajar y un día encontrarás». Leer para educarse a uno mismo. Orar para glorificar a lo sagrado; trabajar para levantar al prójimo. El autoconocimiento, el amor y el servicio son las tres guías que en el crisol alquimista subyacen y todas en favor de una sola cosa: la búsqueda de la respuesta al enigma que nos fue impuesto.
Decía Federico García Lorca, poeta español del siglo pasado, que la vida humana está determinada por el actuar de tres seres sobrenaturales. El primero es el ángel, emisario de Dios que no nos busca para recomendarnos una u otra conducta, ni mucho menos para alejarnos del pecado, sino para ordenarnos llevar la palabra sagrada en favor universal; el ángel es la fe. La segunda entidad es la musa, quien premia nuestros actos con un sentido de belleza y una corona de laureles; ella es la inspiración, ella es la esperanza. Y el hombre, frágil y mortal, es el amor. Y así, fe (el ángel), esperanza (la musa) y el amor (el hombre) se conjugan en las tres virtudes que habrán de abrirnos a la comprensión de los misterios de la existencia. Sin embargo, esta posibilidad sería imposible sin un elemento más.
El ángel y la musa son dos entidades sobrenaturales que Lorca distingue como esenciales para la resolución del enigma, la tercera entidad, y que no había sido mencionada, es el duende. El duende no es el demonio, sino la perfección; no es la vida, sino la muerte, no baja del cielo como el ángel ni la musa, sino que surge de adentro, sube de la tierra, y despierta en la sangre. Cuando el duende nos posee nos comunica con las dimensiones ultraterrenas. Lorca, incluso, afirma que los éxtasis de santa Teresa no fueron por el ángel, sino por el duende que buscaba la muerte de la monja porque ella conoció, sin morir, el rostro oculto del enigma.
El duende llega cuando se busca algo más en esta vida, pues la búsqueda siempre lleva consigo la idea de la muerte, de la desaparición. “Casida de la rosa”, un poema de Lorca, lo explica así: «La rosa no buscaba la aurora: Casi eterna en su ramo buscaba otra cosa. La rosa no buscaba ni ciencia ni sombra: confín de carne y sueño buscaba otra cosa. La rosa no buscaba la rosa: inmóvil por el cielo ¡buscaba otra cosa!». ¿Qué busca la rosa, entonces, si no era la aurora, ni la ciencia, ni la sombra, ni a sí misma? Contemplativa, la rosa, busca lo mismo que nosotros: la respuesta definitiva.
La casida es un poema filosófico que nos llegó al español por influencia del islam. Entre la infinidad de esplendorosos poetas musulmanes hay uno que, como Lorca, nos habla de la búsqueda incesante por resolver el enigma, su nombre es Rumi, quien en el siglo XIII dejó dicho: «¿Para qué estoy buscando? Soy igual que él. Su esencia habla a través de mí. ¡Es a mí mismo a quien he estado buscando!». El místico persa reveló el enigma. La búsqueda de la rosa de Lorca es la misma que la nuestra, la de la respuesta a la muerte. Respuesta que mientras más se busca más se aleja de nosotros. Dejar de buscar es respondernos. La esencia de uno mismo es la de lo sagrado. Si lo que se ama muere es por nuestra estrechez de pensamiento. Nada desaparece. Todo cambia de forma. El ángel manda, la musa inspira y el duende reclama la sangre roja de quienes, como una rosa casi eterna, se afligen por no poder dar respuesta al más bello y terrible de los enigmas: la vida.
Llegamos al mundo de la misma manera en como nos marchamos: en contra de nuestra voluntad. Nos vamos sin desearlo porque irónicamente en algún momento de la búsqueda hemos aprendimos a amar a la vida y a sus defectos. Buscamos una y otra vez en Dios, en el otro y en uno mismo; anhelamos la palabra perdida; ansiamos la llave del enigma sin comprender que ésta habita en cada uno de nosotros. Inmóvil, la rosa, navega en el inmenso cielo, quizás nosotros deberíamos de hacer lo mismo.